El exsecretario de Hacienda, Carlos Urzúa, hace números y llega a la conclusión de que el costo real del AIFA (Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles) fue de 450 mil millones de pesos. Unos 300 mil millones por tirar el avance de construcción del NAIM (Texcoco) y los 150 mil que costará el de Santa Lucía (Felipe Ángeles).

En una charla con colaboradores del periódico El Universal, apunta al dispendio que se dio por el capricho del Presidente, aún antes de tomar protesta. 

Cuando estaba en construcción Texcoco, los técnicos en aeronáutica explicaban con emoción cómo sería la transición entre el actual aeropuerto Benito Juárez y el nuevo que estaba a corta distancia, e incluso se veía su construcción al despegar o aterrizar. El plan era que todo estuviera listo para en una sola noche pasar el control aéreo del viejo aeropuerto al nuevo. Uno se encendería y el otro se apagaría. Todo estaba planeado.

En Texcoco habría 98 salas de abordar listas, con cientos de tiendas, restaurantes; lounges de espera en lo que sería el aeropuerto más hermoso del mundo, así calificaron expertos el proyecto de Norman Foster. El aeropuerto tendría listas salidas a todo el mundo. Lufthansa, Aeroméxico, Air France, British Airlines, Turkish Airlines, American Airlines, United, Latam, Volaris, VivaAerobus, KLM, Alitalia, ANA y muchas otras estarían repletas con los primeros pasajeros a los principales destinos del mundo. 

En el primer día de operación de Texcoco, el Benito Juárez iniciaría el camino a convertirse en un gran parque público con centros comerciales, vivienda vertical que ayudaría a la transformación urbana de Iztapalapa y sus alrededores. Parte del bien inmobiliario desarrollado “como en Santa Fe” aportaría recursos para pagar parte de los pasivos del NAIM. Dentro de las 5 mil hectáreas del modernísimo aeropuerto cabían decenas de hoteles y zonas de comercio y carga aérea. 

En el perímetro de lo que hoy son tierras ejidales, surgiría una sana especulación de tierra que atraería a muchos inversionistas. Los pobladores de Atenco y los alrededores tendrían la cosecha que nunca imaginaron: metros cuadrados valiosos para sumarlos al desarrollo del impacto que tendría el nuevo aeropuerto. 

En el mundo se hablaría de la imponente construcción; en Latinoamérica sentirían una sana envidia y admirarían la obra pública más importante de infraestructura desde la construcción del Canal de Panamá. 

De los 45 millones de pasajeros a los que había llegado el Benito Juárez antes de la pandemia, Texcoco comenzaría a escalar el volumen año con año para llegar al final de la década a los 70 millones de pasajeros. Para entonces estarían planeando la segunda etapa, esa que le daría una capacidad de servir a 130 millones de pasajeros para 2050, como lo harán aeropuertos  asiáticos, como el de Singapur (Changi) y el nuevo de Beijing o el de Shangai. 

Competiríamos directamente con Chicago, Los Ángeles y seríamos alternativa para Miami y Cancún. Texcoco era el mejor negocio que el país tenía en puerta en 2018. 

Lo sigue siendo. 

Si nunca se hubiera planeado y el presidente anterior hubiera construido Santa Lucía, la opción de futuro seguiría siendo Texcoco. La opción sigue siendo Texcoco. Tardaremos unos meses para preguntarles a los candidatos a la presidencia del 2024 si apoyan la idea de rescatarlo. 

No somos ilusos los millones de mexicanos que creemos en la inversión, la atracción de capital y el avance tecnológico como único camino a la salida del desamparo y la pobreza en el país. Texcoco revivirá porque es una oportunidad imposible de enterrar para siempre.

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