En un curso para usuarios de redes sociales, una chica pregunta: ¿respondo a quienes me insultan y se burlan de mis propuestas? ¡NO! Es una regla básica. Nunca respondas a las agresiones, dijo la instructora.
Las redes sociales estallaron por la publicación de una fotografía en familia del presidente López Obrador. La agresión fue contra su hijo menor Jesús Ernesto. El ataque fue bajo y vulgar e inconcebible en otra época cuando había respeto y temor. Por menos, Gustavo Díaz Ordaz hubiera desaparecido a los agresores. El anonimato en el que se esconden los atacantes, sean bots o enmascarados de las redes, no merece respuesta.
El péndulo se fue del otro lado y todos los funcionarios públicos, desde Marcelo Ebrard hasta Claudia Sheinbaum, emitieron lamentos de indignación. Lograron que el tema creciera aún más. Parecía competencia de “solidaridad” con el jefe. Para muchos fue un desgarre de vestiduras inútil y fársico.
El Presidente siguió el tema el domingo. Dijo que no se vale meterse con la familia -algo en lo que toda persona bien nacida debe estar de acuerdo-, que incluso las mafias tenían reglas y una de ellas era no agredir a familiares. López Obrador tiene razón en reprobar a quienes se meten con su famila. Bajo ninguna norma humana o social el bullying político tiene sentido. No era necesario citar la conducta de los criminales.
La respuesta de los detractores fue inmediata: ¿quién inició la violencia verbal?, ¿por qué desde Palacio en las mañaneras se descalifica a personas, instituciones e incluso a sectores de la población como la clase media, los doctores o los estudiantes de la UNAM?
Cuando el Presidente nos llama “pasquines inmundos” a los periódicos o fifís conservadores a quienes no comulgan con sus ideas, ¿no se aparta de la política de altura que debe tener todo buen gobernante?, ¿no atiza y enciende la crispación política para obtener ganancia con su base de seguidores?
La verdad es que estamos cansados de los agravios desde el poder y los bajos insultos que provienen del anonimato de las redes contra adolescentes como el hijo del Presidente. La violencia verbal mina el espíritu, lastima nuestra convivencia y radicaliza a políticos y sus detractores. Hay quienes lucran con el río revuelto, otros pasan de la boca a las manos. Bien dice el refrán popular: siembra rayos y cosecharás tempestades. De por sí vivimos la peor época de criminalidad de nuestra historia desde la Revolución.
Si a todo bullying irreverente y vulgar responde todo el gabinete, si el Presidente se lo toma como un asunto personal y contesta, lo más probable es que los detractores encuentren satisfacción en volver a lastimarlo. Lo que aprendimos en la escuela se repite en la vida de adultos. La mejor forma de evitar el bullying, a pesar de todo, era no responder, alejarse del agresor y buscar mejor compañía. Sobre todo en la época en la que las autoridades escolares no hacían caso de los abusos a los más débiles o pacíficos.
Tenemos demasiados problemas graves como la violencia en contra de las policías en Guanajuato y en Nuevo León; perdimos en un ataque demencial a dos jesuitas que representan lo mejor del humanismo y la verdadera entrega a los demás. Todos los días fallecen por homicidio doloso un promedio de 80 mexicanos; los feminicidios crecen y las desapariciones son infiernos sin fin. Por favor, por favor, el líder (de todos), el Presidente de todos (nos guste o disguste) debe sopesar el peso de cada palabra mañanera. Nosotros también.