Pese a los niveles de violencia que la administración de la 4T ha acumulado en cuatro años, López Obrador se empeña en mantener su estrategia de seguridad de “abrazos y no balazos” y de atacar lo que supone es la causa de la violencia: la pobreza, aunque no tengamos 50 millones de asesinos y criminales.
La estupidez del razonamiento –si a eso puede llamarse razonar– es que tanto para Calderón y Peña Nieto en su momento, como para López Obrador hoy, la seguridad se reduce a un asunto de violencia: presencia o abstención. Al final, los extremos se tocan. Los tres han terminado por exacerbar el crimen (121 mil 633 asesinatos y 17 mil 210 desapariciones en el gobierno de Calderón; 156 mil 437 y 35 mil 305, respectivamente en el de Peña Nieto y 121 mil 655 y 21 mil 500 sólo en los cuatro años de gobierno de la 4T).
El problema es que con balazos o sin ellos, la gran ausente en estas administraciones ha sido la justicia. Los niveles de impunidad de las tres han sido casi absolutos, por arriba de 95%, con una diferencia: López Obrador, en un acto de cinismo y perversidad, decidió que la impunidad debe ir acompañada de “abrazos” y bendiciones.
Lo que ni uno ni otros han entendido es que su tarea como jefes de Estado no es agarrarse a chingadazos o dejar de hacerlo, sino ejercer la justicia. La impunidad alienta el crimen y exacerba la violencia. El hoy famoso Chueco, el asesino de los jesuitas, llevaba años, como parte del Cártel de Sinaloa, ejerciendo el crimen en la Tarahumara. Se le veía en las calles, tenía incluso un equipo de beisbol. Pudo operar al amparo del Estado y del gobierno de López Obrador hasta que tocó a quien no debía. Lo mismo sucedió con el Negro Radilla, el asesino de mi hijo y de seis de sus amigos durante el periodo de Calderón (en el de López Obrador, el Negro y sus secuaces, que están detenidos, no tienen todavía sentencias) o con los Abarca hasta la desaparición de los 43 muchachos de Ayotzinapa durante el gobierno de Peña Nieto.
Antes de rebasar la línea donde el crimen se vuelve escándalo y el Estado se ve en la necesidad de actuar para controlar los daños políticos, esos criminales operaron “abrazados” explícita o implícitamente por el Estado, operaron en la impunidad, como lo siguen haciendo miles de células criminales.
La más clara muestra de ello puede verse en el evento que hace unas semanas realizó el gobierno de la 4T para dar inicio a los trabajos de la supuesta comisión que busca garantizar la verdad y la justicia de 1965 a 1990, es decir, los años del terrorismo de Estado, como si los que siguieron hasta nuestros días no fueran otra fase de ese mismo terrorismo.
El acto fue en todos los sentidos un alarde de impunidad y, como lo señaló Jacobo Dayán (Animal Político, 28/06/22) de provocación y desprecio por las víctimas, una apología, al estilo Calderón, de las fuerzas armadas.
En los discursos pronunciados tanto por el secretario de la Sedena, Luis Cresencio Sandoval, como por López Obrador, la justicia fue la gran ausente. Nunca se habló de ella.
Sandoval se refirió a la necesidad de la memoria, la verdad, la reparación y la no repetición, pero prescindió de la justicia como si estos cuatro componentes pudieran existir sin ella. Justificó los crímenes del Ejército con argumentos semejantes a los de Díaz Ordaz durante la masacre del 68: fueron, dijo, “medidas implementadas para garantizar la seguridad nacional, el orden constitucional o el estado de derecho” que sólo afectaron a “un sector de la población” y concluyó con un escupitajo a las víctimas al anunciar la autorización del Presidente para que, como un tributo a aquellos que cayeron cumpliendo con su deber”, sus nombres sean inscritos en un Muro de Honor. Exaltó el terrorismo de Estado como obligación.
López Obrador no sólo lo respaldó. Como un predicador y no como el Presidente que es, llamó no a hacer justicia, sino a la reconciliación que análoga con el perdón –un asunto que pertenece únicamente a las víctimas– y, como un moralista rascuache, con el olvido. Luego, como si él mismo no fuera responsable por omisión –quizá por colusión con el crimen organizado– de la violencia que sucede bajo su gobierno, redujo la responsabilidad de los crímenes del periodo que se “investigará” a las autoridades civiles que los ordenaron. Con ello –señala Dayán– exculpó a los mandos militares y se puso del lado del “argumento utilizado en los Juicios de Núremberg, donde criminales nazis afirmaron que ‘seguían órdenes’” y de las leyes argentinas donde los victimarios apelaban a la “obediencia debida”. Esa perversa exculpación –obedecer órdenes criminales no exenta de la responsabilidad–, es equivalente a la negativa del propio López Obrador a perseguir y llevar ante la justicia a las organizaciones criminales y a quienes dentro del Estado están coludidos con ellas, porque la pobreza y la explotación los llevaron a ello.
Para colmo, Rosario Piedra Ibarra, titular de la CNDH, hermana de Jesús, desaparecido por el Ejército, no dejó de aplaudir esos discursos que condenan a su hermano a la injusticia y a su madre al desprecio.
López Obrador y la 4T están, como sus antecesores, del lado de la violencia, del crimen y la impunidad; sólo que ellos pretenden ocultarla bajo la estúpida coartada de la bondad de los abrazos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.