El Presidente viaja a Washington. Es de esperarse que los reportes de la prensa enfaticen la cordialidad del anfitrión y el ánimo de cooperación entre los vecinos. La invitación a la Casa Blanca parece un acto de reconciliación. Tratar de borrar pronto la diferencia que se suscitó con la Cumbre de las Américas. El presidente Biden quiso enviar el mensaje, muy pronto, de que no hay resentimiento por esa ausencia que provocó el deslustre de la reunión.

El Presidente sabe jugar sus cartas. Advierte el espacio que la crisis migratoria le ofrece en la negociación con Estados Unidos y ejerce el poder que eso le da. Sí frente a Trump fue cuidadoso hasta acercarse a la indignidad, con Biden parece altanero al punto de la provocación. La impulsividad de Trump provocó el mutismo del Presidente; la prudencia de Biden alienta el impulso contrario. Hasta donde puede verse, López Obrador logró entenderse con el republicano que sigue elogiando a su amigo “socialista”, y mantiene un diálogo estrecho con el demócrata que no puede darse el lujo de distanciarse del socio necesario. El Presidente sabrá jugar sus cartas, pero el juego que juega es personal y tiene un horizonte corto.

Apostó por Norteamérica en un momento en que no era fácil hacerlo. A pesar de haber “abolido” formalmente el neoliberalismo, defendió una de sus columnas fundamentales al arranque de su administración. El hombre que ha querido desterrar ese maldito modelo económico se esmeró en renovar el acuerdo de libre comercio y cuidar la presencia de México en la órbita económica de Norteamérica. No es asunto menor. ¿Cuál sería el escenario económico e institucional en estos momentos si la plataforma norteamericana hubiera reventado con las provocaciones de Trump? ¿Dónde estaríamos si la cacareada extinción del neoliberalismo hubiera incluido el entierro del acuerdo comercial?

La apuesta norteamericana de López Obrador quedó en la voluntad de renegociar un contrato, pero no ha supuesto el esmero por cumplir sus compromisos. El Presidente no advierte que la compleja imbricación del acuerdo entre los tres países no es meramente comercial, sino institucional. Para construir un área como la que se propusieron Canadá, Estados Unidos y México desde hace más de un cuarto de siglo, es necesario cimentar confianzas. Si el Presidente quiere cuidar ese acuerdo, debería reconocer que limita su capricho. Las pretensiones fundacionales del nuevo régimen chocan por ello con los compromisos internacionales que el propio López Obrador ha hecho suyos. De esa contradicción entre apuesta y compromiso provienen las tensiones que se han multiplicado en los últimos años en materia ambiental, laboral o energética.

Para López Obrador el tratado comercial es un acuerdo que no lo obliga. Es poco más que un convenio para permitir el paso libre de mercancías, pero no implica, en realidad, una convergencia de reglas e instituciones para dar garantías a la inversión. En la invocación frecuente de la soberanía (palabra que prácticamente no escuchábamos en tiempos de Trump) se revela esta convicción de que México puede rehacer su marco institucional sin considerar el impacto que tiene en la órbita norteamericana. La retórica de la ruptura en la que insiste el régimen es por ello incompatible con el molde trilateral de confianza.

El Presidente se admira tanto que irá a darle lecciones de economía al presidente de Estados Unidos. Confía, sobre todo, en que el diálogo personal es la clave de la relación bilateral. El encantador de serpientes cree que todo se resuelve en el diálogo frente a frente de los jefes de Estado. La clave de la diplomacia estaría en eso que llaman “química”. Pero es claro que la presidencialización de la relación tiene límites. Más allá de lo que suceda en la reunión de estos días, el vínculo con el vecino del norte se ha deteriorado severamente en muchos frentes. El gobierno ahonda en el pleito con demócratas y republicanos y amenaza con intervenir activa y abiertamente en el proceso electoral. No dialoga con los centros de pensamiento y desprecia a los medios de comunicación a los que trata como enemigos.

López Obrador, es cierto, se esmeró en la preservación de la plataforma norteamericana. No se la toma en serio.

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