“. los emisarios de un pasado que debemos definitivamente sepultar”.
Luis Echeverría, 1.9.1975
Luis Echeverría trató de construirse un lugar en la historia como un gobernante progresista. Durante su campaña presidencial de 1970, bajo presión de los estudiantes de la Universidad Nicolaíta de Morelia, guardó un minuto de silencio en homenaje a los muertos del movimiento estudiantil de 1968; el gesto molestó al presidente Gustavo Díaz Ordaz y marcó su rompimiento con él.
Ya en la Presidencia, liberó a los detenidos por el movimiento y a algunos líderes estudiantiles los incorporó a su equipo. Apoyó al gobierno de Salvador Allende en Chile y al de Fidel Castro en Cuba. Trató de convertirse en líder del movimiento de países “no alineados”. Aumentó el gasto público y el déficit para forzar crecimiento económico en un momento de recesión internacional. Logró una fuerte expansión de más de 6% al año, pero provocó la devaluación del peso de 1976 y una subsecuente crisis económica.
El lugar que buscaba en la historia se vio manchado por las acusaciones sobre su participación en la represión del movimiento de 68, que él siempre negó. Ya en su sexenio tuvo lugar el halconazo del 10 de junio de 1971. Él rechazó haber ordenado el ataque a una manifestación pacífica, pese a que los “halcones” que lo llevaron a cabo eran un grupo paramilitar del gobierno del Distrito Federal. Destituyó al regente capitalino, Alfonso Martínez Domínguez, quien dijo no tener responsabilidad, y al jefe de la policía, Rogelio Flores Curiel. Prometió una investigación a fondo, pero los resultados nunca se dieron a conocer.
Enfrentó también actos de terrorismo, entre ellos el secuestro y asesinato del empresario Eugenio Garza Sada en 1973. Declaró que “El terrorismo es reaccionario. Está vencido por la historia”. Lanzó a las fuerzas armadas a combatir a los grupos guerrilleros, pero ese fue el inicio de la “guerra sucia”.
Concentró el poder tanto como pudo y descartó toda crítica, acusando de ella a “los emisarios del pasado”. En 1973 forzó la renuncia de su secretario de hacienda, Hugo Margáin, porque “La economía se maneja en Los Pinos”. Nunca entendió, sin embargo, cómo funciona la economía. El gasto excesivo y la creación de elefantes burocráticos terminaron por estallarle en las manos.
Era un estatista convencido. En su último informe de gobierno dijo: “El Estado es obra superior de la cultura: articula los valores que la sociedad entraña y persigue”. Estaba orgulloso de que, como presidente, había realizado “un esfuerzo sin precedentes, para recuperar el tiempo perdido y restaurar el rumbo de la Revolución”.
Echeverría le dejó el poder a otro estatista, José López Portillo, amigo suyo desde la juventud, quien continuó sus políticas de gasto excesivo, pero con quien pronto tuvo diferencias. Si bien sus dos sexenios fueron los de mayor crecimiento económico en la historia, juntos son recordados como la “docena trágica”, a la que seguiría la “década perdida” por las crisis económicas que provocaron.
Una fiscalía especial creada en la presidencia de Vicente Fox acusó a Echeverría de genocidio, pero fue exonerado por falta de pruebas. Si lo que quería era ser recordado como un presidente progresista, no tuvo éxito. La izquierda lo sigue culpando de la represión de 1968 (a pesar de que Gustavo Díaz Ordaz asumió públicamente toda la responsabilidad), por el halconazo y por los abusos de la guerra sucia. Los liberales, en cambio, le recriminan los estragos que causó en la economía. Incluso hoy, que muchas de las políticas que impulsó están siendo reproducidas por el gobierno, es rechazado por quienes ocupan el poder. Ha quedado convertido en un simple emisario del pasado.
Incómoda
La muerte de Echeverría deja en posición incómoda a muchos en la 4T. Algunos de sus miembros provienen de ese PRI que impulsó, otros de los grupos guerrilleros que combatió.
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