El licenciado Echeverría trabajaba 16 horas diarias. Era sabido que en las jornadas a que sometía a sus colaboradores nadie se levantaba al baño si él no lo hacía. Y sencillamente, él no lo hacía.
“¡Señor presidente, qué ejemplo de trabajo nos da usted!”, decía un letrero fijado en las Tortas Robles, bajo una foto que mostraba al mandatario caminando en el campo, bajo una gruesa lluvia.
Eran los días en los que íbamos a dejar de depender del extranjero; los días en que íbamos a alcanzar la autosuficiencia.
El dinero se dilapidaba sobre todo en subsidios. Pero como decía Monsiváis, nadie consideraba aquello una dádiva, “sino derecho social”.
El licenciado no tenía llenadera. Todo se gastaba en viajes, becas, apoyos, “creación de instituciones que nacían póstumas y multiplicación de siglas que amparaban misterios” (otra vez Monsiváis).
Mientras llegábamos a la gran transformación de México, la deuda externa creció cuatro veces. La dependencia al extranjero alcanzó niveles nunca vistos. Y lo mismo ocurrió con la inflación. Hubo un alza desorbitada en los precios. La moneda se devaluó.
Al mismo tiempo, cayeron las inversiones y comenzó la fuga de capitales. En el campo hubo alteraciones que llegaron incluso a la violencia.
Pero criticar aquello era visto como una traición al pueblo. Una falta absoluta de nacionalismo. El presidente se empeñaba en mostrar que “nuestro subdesarrollo era una necesidad de nuestro desarrollo”.
Echeverría usaba guayabera dizque “para desacralizar la imagen presidencial”. Imponía el agua de jamaica en la celebración de El Grito –y el Monsiváis de aquellos años escribía que aquellos gestos de nacionalismo eran una técnica de orgullo inventada para justificar el oprobio–.
Como suele ocurrir siempre, fuera de Palacio el pesimismo era flagrante. Yo recuerdo esos días: en mi casa no alcanzaba para nada, para casi nada. Mi mamá llegaba con una bolsa de pan en las noches, que mi hermana y yo prácticamente nos arrebatábamos. Éramos expertos en alargar la vida de las cosas a través del diúrex.
A los niños de los 70 los zapatos nos duraban hasta que no era posible cambiarles otra vez las suelas. Pensar en tener unos pantalones Levi’s era imposible. Los Topeka (hechos de poliéster) eran más baratos, duraban mucho más y hasta se paraban solos. Aunque eran horribles.
El dinero era uno de los objetos más raros del mundo. Mi madre se partía el lomo todo el día y a veces no teníamos ni para el Metro.
Cuando vino la devaluación y el peso pasó de 12.50 a 24; cuando la inflación anual llegó al 27% y el crecimiento de la economía fue menor al 5%, tuvimos que dejar el departamento en el que habíamos iniciado una vida independiente, y refugiarnos por varios años en casa de mis abuelos maternos.
En un muro de esa calle, Amado Nervo, a unos pasos de la Normal de Maestros, quedó pintada mucho tiempo esta frase: “Echeverría, asesino de Tlatelolco”. Años antes, en esa misma calle, había visto desde una ventana escenas de otra matanza: la de junio de 1971. Mientras afuera sonaba el grito escalofriante, “¡Halcoooooneeees!”, mi abuela nos escondió bajo la cama y se puso a implorar con voz que incluso ahora me enchina la piel: “¡Dios mío, salva a esos muchachos!”.
Echeverría usó el elitismo como un término que desautorizaba a sus críticos, “una forma de odio ante la voluntad de redimir a las masas”.
Las masas tardaron varias décadas en salir de aquella pesadilla –inflación, devaluación, desempleo–. Pero como escribió Monsiváis, “el orgullo de la pobreza fue el compromiso nacionalista del sexenio”. Había que aguantar, porque más allá solo nos aguardaba el fascismo.
“Había que creer en los héroes, invadir el mercado auditivo y visual con declaraciones de amor a Juárez, uncir a López Velarde como Poeta Íntimo de la Patria”.
Nada mejor que el culto por el agua de Jamaica.