Hace unos días asistí a un acto de graduación organizado por la University Canada West, en Vancouver. Una vez que los alumnos con toga y birrete entraron al recinto guiados por unos escoceses que amenizaban con su gaita, se empezó a escuchar el golpe pausado de un tambor acompañado de un canto profundo. Al tiempo apareció un indio nativo, que ejecutaba el peculiar sonido de su tribu ancestral liderando la procesión del grupo de profesores y directores de la institución. La primera en dirigirse al público fue una anciana con traje étnico. Era la persona mayor de una antigua tribu de la región. Platicó algo de su filosofía y forma de vida con mucho sentimiento. Luego escuchamos el himno “O Canadá”. 

Posteriormente las autoridades escolares expresaron mensajes de felicitación a los graduados y familiares mencionando el origen estudiantil de 60 países diversos. Resaltó este mensaje: “Ustedes se están graduando en un mundo que se divide cada vez más, tanto en regiones como en creencias fundamentales. Esperamos que su experiencia en esta universidad les haya enseñado a respetar la visión de otros y al mismo tiempo permanecer fieles a sus propios valores”. Hasta ahí, el evento me había parecido original e incluyente, ya que incorporaba de una manera relevante la cultura indígena y la inglesa logrando una grata fusión emotiva. 

Pronto descubrí una realidad dolorosa sobre este país del cual tenía yo una imagen de civilización y respeto a los derechos humanos. En la ceremonia se otorgó el Doctorado Honoris Causa al indio canadiense Chief Phil Fontaine. Me sorprendió que dijera que los rituales que se llevaron a cabo al inicio del evento no existían antes y que esas acciones denotaban un adelanto en la inclusión y reconocimiento a las comunidades indígenas. 

La parte oscura de la Historia de Canadá contempla en 1920 el mandato del Gobierno canadiense de que los niños indígenas fueran separados a la fuerza de sus familias y vivieran en escuelas residenciales con la intención de inculcarles la cultura europea. Alrededor de 150 mil niños nativos fueron sometidos a abusos físicos, mentales y sexuales en esas escuelas de las cuales aproximadamente el 60 % de las 139 eran católicas. Se estima que antes del cierre de la última escuela en 1996, al menos cuatro mil niños murieron y algunos fueron enterrados sin que sus padres supieran su paradero. Phil Fontaine experimentó los horrores de las escuelas residenciales. Con 71 años de edad, ha pasado su vida recuperándose de las heridas que padeció en su infancia dejando ir la amargura y la ira que experimentó por el abuso.  

Fontaine ha buscado reconciliación, justicia y reivindicación por los derechos de los aborígenes afectados; por ello ha logrado desde compensaciones económicas hasta disculpas públicas en 2008 del entonces primer ministro Stephen Harper a los sobrevivientes en nombre de todos los canadienses. Recientemente tuvo un encuentro con el Papa Francisco recibiendo de éste una disculpa histórica por lo acontecido en las escuelas.  

El intento de transformarnos, fracasó. El verdadero legado de los sobrevivientes, será la transformación de Canadá. P. Fontaine

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