Tener el nombre más corriente de todos me llevó a una estrecha relación cultural con la salud y su pérdida.

El admirable San Francisco de Asís mantenía a raya el placer para preservar su entereza espiritual: si las lentejas le gustaban demasiado, les arrojaba un puñado de ceniza.

Las privaciones despiertan energías compensatorias. Es posible que Francisco fuera precursor de la poesía en lengua italiana gracias a no haber disfrutado en exceso de las lentejas.

A no ser que uno trabaje como coreógrafo o contorsionista, el cuerpo suele pasar inadvertido y adquiere incómoda presencia al padecer un malestar. Un diminuto orzuelo revela el riesgo de tener ojos.

Como la salud sólo se nota cuando se pierde, preferimos ignorarla. Cuando algo nos aqueja, el primer consultorio al que acudimos es el sueño; confiamos en que el organismo se alivie por su cuenta como una computadora que se reinicia, y esperamos despertar curados.

Cada civilización crea protocolos familiares y de salud pública para prevenir los malestares que rondan a la especie. Pertenezco a una época remota que el escritor chileno Roberto Merino supo resumir de esta manera: “Eran días extraños, en que los padres no decían garabatos, en que un pollo asado era un evento, los espárragos un lujo y las bebidas de 700 c.c. se denominaban ‘familiares’ y se guardaban bajo llave”. Así vivíamos cuando yo tenía quince años.

En ese entorno, las advertencias de la salud llegaban en una revista de enorme circulación, el Reader’s Digest. Además de secciones fijas, como “La risa, remedio infalible” y “Mi personaje inolvidable”, la publicación describía el cuerpo humano a partir de un personaje que llevaba el más común de los nombres. En cada número se analizaba uno de sus órganos: “El estómago de Juan”, “El riñón de Juan” y así por el estilo. Un dibujo ayudaba a entender cómo funcionaba y cómo se estropeaba esa parte del cuerpo.

Mi nombre casi equivalía al de Nemo, que significa “nadie”. “Juan Pérez”, “Juan Soldado” o, más explícitamente, “Juan de la Chingada”, eran sinónimos de “cualquier persona”. En su poema circular Piedra de sol, Octavio Paz había escrito: “Juan amanece/ con su cara de Juan cara de todos”. “La muela de Juan” pertenecía, pues, a un sujeto anónimo, equiparable a todos y a ninguno.

Aun así, me pareció importante ser tocayo del personaje que no se perdía síntoma alguno. Me volví adicto a esa revista, lo cual significa que me volví hipocondriaco.

La cultura es un cuerpo externo. Supe que tenía bazo por el Reader’s Digest, del mismo modo en que supe que existían la tibia y el peroné porque Alberto Onofre se fracturó esos huesos en vísperas del Mundial de 1970.

En esos años formativos conocí a Adolfo Castañón. Yo empezaba a escribir y él ya era un crítico establecido. Entre los muchos consejos que me dio, atesoré uno a medio camino entre la bibliofilia y el esoterismo (“debes leer todo libro que lleve tu nombre”) y que venía muy a cuento porque se acababan de publicar Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda. De manera retrospectiva, entendí que leer sobre Juan en el Reader’s Digest había sido una responsabilidad moral.

Cuando se acercaba el fin de la preparatoria, pensé en estudiar Medicina. No hacerlo me hizo sentir que traicionaba mi propio nombre, el de un paciente infinito.

Muchos años después, fue mi hijo quien entró a esa carrera. De nueva cuenta me identifiqué con males conjeturales, aunque las razones fueron otras. La relación filial es misteriosa; Juan Pablo decidió cuidarme en forma preventiva con la indiscutible autoridad que le confería una bata recién estrenada. Al principio de cada semestre compartía conmigo su temario. Si cursaba Gastroenterología, yo podía estar seguro de que me descubriría disfunciones gástricas. Semestre a semestre, advirtió en mí los malestares que aprendía. De sobra está decir que al cabo de cinco años quedé agotado con tanta enfermedad posible.

A causa de mi nombre, he tenido una estrecha relación cultural con la salud y su pérdida. Sin embargo, el otro día asistí a una reunión en la que me enteré de algo inesperado. La hija de unos amigos había tenido un bebé y sus amigas se sorprendieron de que decidiera llamarlo Juan.

Dos formas del mundo se invirtieron. En medio siglo, el nombre más corriente de todos se había vuelto raro. En ese mismo lapso, las enfermedades potenciales empezaron a ser comunes para mí.

La realidad gana fuerza mientras te vuelves irreal.

 

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