La desaparición de paisanos es un horror para cualquier persona a quien le duela la tragedia humana. Ni siquiera en los años del totalitarismo gubernamental como el que tuvo Guatemala, o la represión militar de la dictadura argentina o en la guerra entre el gobierno y la guerrilla en Colombia, se han dado tal cantidad de desapariciones como en nuestro querido México, caso donde esta tragedia supera todas las cifras conocidas.
En mayo, México, con datos oficiales del Registro Nacional de Personas Desaparecidas y No Localizadas (RNPDNO) rebasamos ya oficialmente los 100,000 casos de desapariciones de personas de 1964 a 2022. Esta contabilidad registra las desapariciones de los últimos 58 años. Pero de ellas, casi todas, el 97%, se refieren a casos posteriores a 2006. Esta cifra de 100 mil personas desaparecidas en el País puede ser simbólica, porque el número de desaparecidos es mucho mayor pues no se reflejan en los datos oficiales las denuncias no hechas; para familiares y colectivos de desaparecidos, este número podría superar el de las 500 mil personas.
Los datos de este registro nacional muestran que la mayor incidencia durante los últimos tres años se concentra en cinco Estados, que tienen con conjunto, más de la mitad de los desaparecidos: Jalisco, Estado de México, Ciudad de México, Nuevo León y Sinaloa, que suman más de 15.700 desaparecidos. Revisando los datos, el 74.72% (74 mil 736) son hombres y el 24.76 por ciento (24 mil 746) son mujeres. La estadística describe que desaparecen mujeres de 19 a 24 años y hombres de 20 a 34 y que esta desaparición está relacionada con la operación del crimen organizado.. Nuestros 100,000 desaparecidos registrados oficialmente, son una muestra del prolongado patrón de impunidad y de la tragedia que sigue ocurriendo cada día, pues en muy pocos casos se ha sentenciado a los perpetradores.
¿Qué no hemos hecho como sociedad para detener este horror? Se han movilizado, es cierto, activistas, familiares de personas desaparecidas, académicos y especialistas para crear opinión pública y exigirle al gobierno en sus tres niveles, acciones contundentes. Muchas de las víctimas de desaparición forzada son detenidas o recluidas de forma arbitraria, es decir, detenidas o recluidas sin una orden de detención, ya por el gobierno o ya por el crimen organizado. Las personas desaparecidas también alta probabilidad de sufrir tortura, pues quedan completamente fuera del amparo de la ley.
Por eso, se habla de que México tiene una “crisis forense”, pues no tenemos registros confiables de las personas desaparecidas, de posibles fosas, de perfiles genéticos. Este sexenio, el del presidente AMLO, el horror es mayor; con Calderón, se dieron alrededor de 17,000 reportes de desaparición; con Peña Nieto fueron 35,000, y ya AMLO acumula 31,000, por lo que lamentablemente podría rebasar los 40,000 al término; es decir, al ritmo actual, este sexenio romperá todas las marcas. No hay grandes diferencias en regiones. Nuestro Bajío, antaño relativamente tranquilo, no escapa a esta realidad. Los datos del RNPDNO muestran que, en el 2019, Guanajuato registró 594 personas desaparecidas; en 2020, el número fue de 652, para disminuir ya en el 2021 y 2022.
Aunque en teoría, México vive en paz, el informe sobre la situación de los desaparecidos en México, publicado este año, el Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas advierte sobre esta situación: “La delincuencia organizada se ha convertido en un perpetrador central de desapariciones, con diversas formas de connivencia y diversos grados de participación, aquiescencia u omisión de servidores públicos”. A esta crisis de los desaparecidos se suma otra causada por el rezago en el reconocimiento de los cuerpos que son encontrados, pues en el País, más de 52,000 fallecidos permanecen sin identificar, por lo que el gobierno federal decidió crear el Centro Nacional de Identificación Humana, para el reconocimiento de los cadáveres recuperados de las fiscalías, servicios médicos forenses, cementerios y fosas clandestinas.
Pero el desafío mayor, lo tenemos en la sociedad, en trabajar en la reconstrucción del tejido social desde la infancia y armar en la adolescencia, ambientes que aseguren un tránsito de los jóvenes hacia la vida adulta plena, con un proyecto de vida que les aleje de la probabilidad de caer en las redes del horror.