Los gobernantes se van, las instituciones deben perdurar. Son la esencia del estado, sostienen a las democracias y a los gobernantes. “Al diablo con las instituciones” como guía de quien gobierna, es un acto suicida que atenta contra la convivencia social, la amenaza es para todos.
¿Por qué gobernar destruyendo o arriesgando instituciones? Explicaciones puede haber muchas. La rabia por algún trauma infantil, o quizá una dolorosa pérdida, el enojo porque la víscera romántica -Goethe dixit- el corazón, traicione, a saber. La etiología ya sirve de poco. Son las consecuencias de esa refrendada actitud, las que alarman. Proteger y fortalecer a las instituciones existentes para que perduren, o crear nuevas, para que las futuras generaciones vivan en un país de libertades, cada día más institucionalizado y esperar al juicio de la historia, es la antípoda de lo que hoy vivimos. Un torcido sentido de justicia se impone: que sufran los niños, las mujeres, los médicos, los burócratas, que sufran, porque yo he sufrido y sufro. Si he de morir en cualquier instante, que sea en Palacio, como Juárez, para que así me recuerden.
Para qué pensar en ese futuro que no veré. En ese torbellino mental, la construcción -que requiere tiempo- no tiene cabida. Seguridad: más GN, aun sin pruebas de que funcione, y rapidito por favor. O quizá la destrucción es más eficiente, así todos me acompañan a la oscuridad, esa es mi venganza. Por eso hay que estrangular a los árbitros políticos y económicos, por eso el criminal desdén hacia la niñez, la educación, las vacunas básicas, hoy ausentes, por eso el odio hacia los pudientes, los ilustrados, los “aspiracionistas” que, por definición, creen en un futuro mejor. Como en su balanza no tiene la posibilidad de siquiera imaginar la calma deseable de un final de vida, procura la convulsión nacional.
Pero las instituciones están ideadas para sobrevivir a las personas. La SCJN seguirá allí, con reformas, seguramente. Buen número de los actuales ministros tienen un horizonte de trabajo que rebasa a esta administración, apostarán a ello. El Legislativo se reconfigurará y la potencial reelección de diputados y senadores, pesará más que la invitación al suicido colectivo. Las instituciones no son meros edificios, viven –como lo explicara Tocqueville- en la mente de los ciudadanos. Del prestigio o desprestigio ante la sociedad, nace su fuerza. Sin ese contenido -respeto, confianza y hasta simpatía hacia ellas- serían un cascarón vacío. El INE está en la mente de los mexicanos, por más que, obsesivamente, le quiten dineros y lo denuesten, los hábitos democráticos seguirán ahí. La secrecía del voto y las cuentas claras, su herencia, vive en decenas de millones de mexicanos.
Embaucar a las FFAA, en aventuras que no tendrán buen puerto, también es suicida. El prestigio y respeto hacia ellas es su mayor patrimonio, también nuestro. Se llevó un siglo conseguirlo, con pasos progresivos y acordados que las llevaron al territorio que jurídicamente les corresponde, pero ni un centímetro más. Nunca fueron comodines. Era un acuerdo de mutua protección, admirado por muchos. El programa DN-III, la reforestación, su presencia auxiliadora y profesional en tragedias, son un referente popular muy sólido. De ahí su prestigio. Pero ahora, por ingenuidad, por ambición, por acatar caprichos sin recordar sus limitaciones, por no cuidar las palabras, el “pueblo uniformado” está en la mira. Detrás de ese prestigio que conquistaron, había acuerdos, escritos y no escritos, que les garantizan no ser arriesgadas sin motivo. Pero la multiplicación de las “manzanas podridas” dejará máculas. Nunca fueron marcianos, pero hoy van desnudos en demasiados frentes.
¿Quién gana?
Ayotzinapa y “Guacamaya” exhiben al narcoestado mexicano. Las FFAA están allí. Todos perdemos. Que hacer: huir del suicidio, de las trampas, recuperar ese acuerdo, cuidarse y cuidar a México, ir más allá de una persona. Ser institución.