Según datos del INEGI, en el 2018 se reportaba que entre la población de 10 o más años, el 5% había tenido pensamientos suicidas. En el 2019 se registraba una tasa de suicidio de 5.6 decesos por cada 100,000 habitantes, que incrementó a 6.2 en el 2020. En ese mismo año, se reportaron 7,818 muertes por lesiones autoinfligidas, que representaron el 0.7% de las muertes contabilizadas.

Los registros de esta misma fuente expresan que se suicidaron 23 personas cada día en nuestro país durante el 2021. De ellos, la proporción aritmética se representa por 18 hombres y 5 mujeres que se quitaron la vida diariamente. El grupo poblacional de 18 a 29 años es representante de la tasa de suicidio más alta, con 10.7 decesos por cada 100,000 personas, seguido por el de 30 a 59 años con 7.4 fallecimientos por cada 100,000.

La idea suicida está más presente en las mujeres de 50 a 59 años, seguida por las niñas y adolescentes de 10 a 19 y después las mujeres de 40 a 49 años. En la población masculina, la ideación suicida se presenta en mayor proporción en aquellos de la quinta década de la vida.

Pues bien, lo anterior son cifras o “datos duros” que, expresados así, sin un contexto, no son realmente figurativos de la hecatombe que representan. No son explícitos en dar a entender este fenómeno acelerado que lastima a la sociedad entera. El suicidio es trágico puesto que troza una vida, arranca una existencia, devasta a la familia, a los amigos y a todos aquellos que son dejados atrás. De igual manera, quienes sobreviven a un intento de estas características, suelen cursar con discapacidades u otros daños de seriedad, además de estigmatización. 

Es también un evento que causa desconcierto, puesto que es sumamente complicado entender si la causa es el fallo de la sociedad hacia el individuo, si no se prestó atención, si se pudo “haber hecho algo más” y cuesta trabajo siquiera entender la causa que logró abrumar de tal manera a la persona para que tomara esa decisión, que no se establece claramente si es racional o meramente de contenido emocional.

Por multitud de causas, algunas veces ininteligibles, las opciones se fueron cerrando, las alternativas se hicieron una sola y no hay capacidad de visualizar otros destinos y en ese momento la “solución” final parece ineludible y la tragedia se hace presente.

Por lo anterior es necesario actuar en consecuencia, siendo menester el establecimiento de políticas públicas basadas en un diagnóstico certero de las necesidades de salud mental de la población mexicana, con medidas específicas que atiendan, entre otras cosas, esa carencia de personas y establecimientos especializados para la atención de estas necesidades de salud pública, además de proyectos serios que permitan implementar mecanismos de identificación oportuna de factores de riesgo y de actuar en la modificación, contención o paliación de realidades adversas que incluyen (más no se limitan) a quienes padecen o han padecido depresión u otras enfermedades mentales, a quienes sufren de dolor crónico, a quienes tienen problemas legales, a aquellos sin empleo o con dificultades financieras, a quienes tienen impulsos agresivos, a los farmacodependientes o a las víctimas de violencia. Si bien es una realidad dolorosa, no debemos voltear la cara. 

Hablemos de este tema y hagámoslo visible. En efecto, no es tarea sencilla, pero es imperativo comenzar. Es tiempo.

 

Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación altruista de sangre  

 

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