Andrés Manuel López Obrador se ha transformado en el principal enemigo de nuestra imperfecta democracia por su fobia hacia la sociedad organizada y su intento de apropiarse del Instituto Nacional Electoral. El INE ya no es propiedad del ejecutivo como en tiempos de Manuel Bartlett y Carlos Salinas. Es patrimonio nacional.
La reforma electoral de 1977 incorporó la petición del Movimiento del 68 de abrir la vida pública a la participación ciudadana. Le impuso la condición de hacerlo a través de los partidos. La sociedad lo aceptó porque el consenso de la época señalaba a los partidos como sujetos del cambio y de la historia. Los partidos correspondieron incorporando parte de las agendas ciudadanas y creando organismos públicos como la CNDH, el INAI y la Conapred, entre otros.
La pieza fundamental de aquel entendimiento entre sociedad organizada y élites políticas se dio en torno a un punto: el árbitro debía ser imparcial y eso suponía arrebatárselo al presidente y al PRI. Fue lento y difícil; se resistieron todo lo que pudieron.  Renunciar al control de las elecciones los exponía a perder el poder.
En 1994 la rebelión armada de los zapatistas, la movilización de Alianza Cívica y la entrada en vigor del TLCAN (ahora T-MEC) fueron determinantes para que el presidente cediera; ese año se eligieron consejeros autónomos. Por primera vez en el siglo, unos comicios presidenciales fueron manejados por consejeros ciudadanos. La reforma clave para seleccionarlos se dio en 2014 cuando se estableció un procedimiento que prioriza los méritos de los aspirantes y reduce la interferencia de los partidos: seis académicos seleccionan a los finalistas y mandan la lista al Congreso que decide.
López Obrador se sumó a esas luchas como dirigente de partidos, candidato a cargos de elección popular y jefe de gobierno capitalino. Legitimó su trayectoria, adoptó un tono conciliador y ganó la presidencia. Días después de su toma de posesión afloró el rencor hacia la sociedad organizada y los organismos autónomos.
Han sido cuatro años de forcejeos que culminan en una propuesta presidencial de reforma electoral que castraría la autonomía y profesionalismo del INE. Los aspectos razonables se emponzoñan por la pretensión de cambiar el método para elegir consejeros del instituto y magistrados del Tribunal Electoral. Con su propuesta, el Presidente y Morena tendrían mayoría automática en ambas instancias. Tiene dos motivos para hacerlo: asegurar la victoria para su partido en 2024 y hacer irreversible la 4T.
Nombrar incondicionales en dependencias que tutelan derechos elimina contrapesos. Pensemos en dos acontecimientos de los últimos días. Rosario Piedra Ibarra, una funcionaria leal al Presidente e impuesta por él, dictó una absurda recomendación contra el INE pese a que con ello viola una prohibición expresa de la CNDH para meterse en asuntos electorales; por otro lado, en la Fiscalía Especializada en Asuntos Electorales de la FGR el presidente nombró a José Agustín Ortiz Pinchetti, un aliado suyo, que acaba de exonerar a Pío López Obrador por recibir dinero en efectivo para las campañas del actual presidente.
Vivimos un momento de definiciones. Mientras los diputados (a excepción de los de Movimiento Ciudadano) revisan la propuesta presidencial de reforma electoral, se desgranan los pronunciamientos a favor y en contra del INE. Este lunes la Conferencia del Episcopado Mexicano salió a defender a la institución. Es insuficiente con defender al INE y al Tribunal Electoral. Tenemos que fortalecerlos para contener el uso de recursos ilegales, frenar la participación criminal en los comicios y garantizar la participación de la sociedad en los asuntos públicos. 
El presidente se excedió el día de ayer al afirmar que, de no aprobarse su reforma, habrá un fraude electoral en 2024. Se está equivocando al no escuchar opiniones que reflejan los vientos de la historia. De acuerdo con Reforma, el 80% de la población considera que el INE ha sido importante para la transición; El Financiero registra que el 68% de la población aprueba lo hecho por el instituto. Entretanto, la aprobación al Presidente se estanca en un 56%. Si termina imponiendo su voluntad, vencerá, pero no convencerá. 
 

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