Se acercaba la hora en la que José Woldenberg, único orador de la marcha en defensa del INE, tendría que subir al templete colocado en el Monumento a la Revolución. Pero Woldenberg avanzaba apenas por Reforma, a la altura del Monumento a Cuauhtémoc.

Era imposible seguir: ríos humanos se desbordaban por calles y avenidas, atiborrando, haciendo imposible el avance por la avenida donde han transcurrido todas las marchas históricas.

“Tenemos que salirnos y buscar un atajo”, le dijeron al exconsejero presidente y fundador del INE.

Trataron de hacerlo. Pero a cada paso Woldenberg era detenido por los manifestantes. Fotos, apretones de mano, felicitaciones.

Hacía calor y había en la marcha un ambiente distinto. No era una marcha sombría, una de esas marchas (casi siempre necesarias), en las que se desata el enojo o la furia. Era un día de fiesta, en parte porque todas las expectativas se habían rebasado.

El Presidente había dedicado una semana entera a insultar a los manifestantes: rateros, deshonestos, racistas, hipócritas, corruptos simuladores, clasistas, aspiracionistas, ladinos…

Los voceros de su gobierno, con cientos de miles de seguidores, así como un grupo de cuentas falsas, desataron en redes una intensa y grotesca campaña de insultos: “La marcha de los pendejos”.

El domingo comenzó con el anuncio, desde el gobierno de Claudia Sheinbaum, de que una real o fingida contingencia ambiental impediría circular a decenas de miles de automóviles (“Un toque de queda ambiental”, lo definió un tuitero). Incluso, horas más tarde, con la Plaza de la República aún llena de gente, se pusieron en marcha inesperadamente las fuentes, los chorros de agua, que rodean al Monumento a la Revolución.

Y sin embargo, la marcha lo superó todo. Incluso las expectativas de los organizadores.

Ellos habían decidido que era mejor una Plaza de la República en la que no lograran entrar todos los manifestantes, a un Zócalo a medio llenar que, inevitablemente, sería usado en la “mañanera” para destrozar, no solo al movimiento ciudadano, sino también al INE.

Caer en la provocación lanzada por el Presidente y perder la apuesta, resolvieron los organizadores, podría significar la derrota de un movimiento que intenta defender, cito las palabras de Woldenberg, “el sistema electoral que varias generaciones de mexicanos construyeron” y que ha permitido “la convivencia y competencia de la pluralidad y la estabilidad políticas, la transmisión pacífica de los poderes públicos y la ampliación de libertades”.

Sacaron a Woldenberg de la marcha a la altura del Monumento a Cuauhtémoc y lo internaron por Insurgentes con rumbo al norte. El académico caminó a toda prisa hacia Gómez Farías, recibiendo ovaciones y gritos de apoyo. Iba a vivirse un momento único, emocionante, estremecedor, cuando al final de su discurso Woldenberg expresó:

No a la destrucción del INE.

No a la destrucción de los institutos locales.

No a la destrucción de los tribunales locales.

No a la pretensión de alinear a los órganos electorales a la voluntad del gobierno.

No al autoritarismo.

Sí a la democracia.

Sí a un México democrático.

Vino una respuesta espectacular, porque no es fácil que se dé –tal vez en ningún lugar del mundo– la defensa multitudinaria de una institución pública.

Y, sin embargo, ayer, en Reforma y Plaza de la República, así como en más de 40 ciudades del país, esto sencillamente ocurrió.

El secretario de Gobierno, Martí Batres, diría después que a la marcha en la CDMX habrían asistido entre 10 mil y 12 mil personas.

Las imágenes que circularon muestran un Paseo de la Reforma completamente saturado, del Ángel de la Independencia a la hoy Glorieta de las Mujeres que Luchan, una Plaza de la República en la que no cabía un alma, y a miles de personas que prefirieron seguir de largo hacia el Hemiciclo a Juárez y luego al Zócalo capitalino.

Cuando Woldenberg terminó su breve discurso, el contingente de la UNAM, por ejemplo, apenas había sobrepasado el Monumento a Cuauhtémoc.

Y en Reforma había un barullo imponente, y al mismo tiempo indistinguible. Las consignas ciudadanas se encimaban, se sobreponían. Tronaban las de rigor: “¡El pueblo unido jamás será vencido!”. Pero sobre todo dos: “¡El INE no se toca!”. “¡A eso vine, a defender al INE!” 

A lo largo de la avenida se agolpaban organizaciones civiles, feministas, ecologistas, LGBTI+. Se agolpaban actores, escritores, políticos, académicos, científicos, médicos, estudiantes, líderes de opinión. Caminaban políticos de todos los colores. Y se agolpaban también miles de ciudadanos de diversas edades que llegaban desde todos los puntos de la geografía urbana.

Se había lanzado una invitación, y parecía que todo estaba en contra, y que solo unos cuantos desganados se animarían a acudir a la fiesta. Una fiesta de lacayos, una fiesta de pendejos. La fiesta de todo lo que se dijo.

Pero esa fiesta terminó un reventón de júbilo ciudadano que, a través de la inesperada afluencia multitudinaria (una multitud que según los extraños sistemas de medición del gobierno de la ciudad constó de 12 mil personas), reconoció su poder, reencontró su esperanza.

El embrión de una causa capaz de movilizar, y sacar a miles y miles de ciudadanos a la calle.

La tormenta que desde el poder presidencial está por venir, será proporcional a lo que ayer ocurrió en las calles. 

 

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