Marchar es exhibirse, mostrarse, utilizar el cuerpo, la voz, los colores, lo que sea pertinente para sacudir las conciencias. Eso es lo deseable, lo normal. Las marchas son un recurso extremo de la democracia. Subyace un supuesto: en la contraparte hay ojos y oídos atentos, lectores sensibles a los mensajes que son lanzados. De entrada se necesita honestidad para aceptar los hechos. ¡No fueron 12,000! Nada que ver con la defensa del racismo, de la corrupción, del clasismo, de la discriminación. El alegato es ridículo. El mensaje fue muy claro. Escúchenlo.

Las marchas son relativamente nuevas, nacieron alrededor de 1850, C. Tilly dixit. De golpe ampliaron los instrumentos del quehacer político. Además generan identidades antes silentes. Eso ayuda a la pluralidad. Han sido muy útiles para impulsar nuevos derechos de minorías, de género, de DDHH, ambientales. Ocupar el espacio público, convertirlo en la plaza pública, ha enseñado gran eficacia. Ante el recurso extremo, la mayoría de los gobernantes reaccionan. Las excepciones son raras: Tiananmen y pueden conducir a tragedias. Elías Canetti desmenuzó con brillo los actos de masa. Las marchas exitosas y, esta lo fue por mucho, deben tener un fin, un objetivo que convoque y dé un sentido a la reunión. La defensa del INE convocó a cientos de miles en todo el país. Fueron sólo una muestra, un recordatorio, de lo que los números dicen: al INE lo respeta una gran mayoría de mexicanos. No lo toquen. Ese fue el mensaje central. Hubo otros.

Las marchas en esencia deben de ser pacíficas, está lo fue, llegó a lo festivo. Pacíficas porque buscan sustituir a las palabras que no son escuchadas, a las peticiones desatendidas, sacudir al desdén del poder hacia el ciudadano. Agotados otros medios, otras formas de expresión, sólo queda la calle. Por eso los ciudadanos están dispuestos a entregar su tiempo, a desgastar su cuerpo, a quedar afónicos, a sudar, a lo que sea, había personas con discapacidad motriz. Las marchas son producto de la desesperación. Desesperación, otro mensaje. José “Pepé” Woldenberg dio voz a esa desesperación. Lo hizo con firmeza, con elegancia, con palabras respaldadas por su rica biografía. Cero ataques personales.

Toneladas de razones, ríos de tinta, radio, televisión, señales internacionales muy significativas como el premio del Tribunal Supremo de Elecciones de Costa Rica o las múltiples menciones de organizaciones de defensa de los derechos humanos y no corrigen. Llevamos años en esto. Nada los mueve a la reflexión. “La reforma electoral no se negociará” fue la lapidaria declaración presidencial PREVIA a la marcha, sin haberlos escuchado, contado, visto. También afirmó: “Los principios no se negocian” Suena bien la demagógica expresión, pero en el fondo entraña la idea de imponer la visión de una persona o un grupo a toda una nación. Eso se llama tiranía. En democracia los principios son normas o criterios generales que una persona adopta para guiar su actuación. Ni siquiera en el ámbito privado es válido acallar e imponer. Un golpeador de mujeres o niños, cree que golpear es educar. Monstruoso. Un verdadero demócrata sabe que en política los principios se exponen para ser discutidos. Si convencen triunfarán, de no ser así, deberán modificarse. Sólo los tiranos imponen “convicciones”.

Dejémonos de cuentos, buscan imponer sus extrañas “convicciones”, para establecer un mecanismo electoral que impida la diversidad. Sus “convicciones” son antidemocráticas. Por eso no quieren negociar, saben que el fin último que persiguen es indefendible. Fuera máscaras no tienen razones convincentes, lo que invocan son argucias, argumentos falsos, insostenibles.  Así pasarán a la historia, como embusteros. “…no se negociará”. Y ahora, qué sigue. Negar la marcha los condena. Vienen de la calle, ahora la niegan.

¿Striptease?, sí. Están desnudos.

Los pasos hablaron y sus palabras resuenan #AL INE NO

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