Se lo han dicho de todas las maneras posibles. No sólo personajes a quienes él considera inmorales rivales, sino gente con quien tiene interlocución y que ha intentado trabajar de cerca en su gobierno. Se lo han dicho desde adentro de su partido, se lo han dicho intelectuales y periodistas ideológicamente afines que lo han respaldado en momentos críticos, se lo han dicho ministros de la Corte y legisladores, empresarios cercanos y líderes sociales históricos de la izquierda mexicana, se lo han dicho ex consejeros del IFE-INE que hicieron siempre eco de sus discursos cuando estaba en la oposición, se lo ha señalado la prensa internacional.
Lo han tratado de convencer explicándole que Morena tiene en la bolsa la sucesión presidencial y que no necesita dar la impresión de que está haciendo trampa por adelantado. Le han explicado que sus cambios a las leyes electorales violan la Constitución. Incluso ha tenido que aceptarlo en público. Ha aceptado también que en las prisas y el desaseo se le han colado a la redacción de las reformas los intereses más oscuros… de sus propios aliados. Le han advertido del desprestigio internacional que le puede acarrear un embate así a la autoridad electoral independiente, de cómo mancharía la imagen de demócrata que ha tratado de construirse.
Pero nada parece detener al presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, en su apetito de dar un salto -el mayor de los que lleva en el sexenio- hacia el autoritarismo.
El llamado Plan B de la reforma electoral es un pre-golpe de Estado que, de aprobarse en el Congreso, dejaría la mesa puesta para que en dos años se le quitara el prefijo.
No quiero ni pensar en eso para México.
Estamos a unas horas de que se sepa qué tan lejos quiere llegar el presidente más poderoso de la historia reciente del país y que tan dañino será su legado para la democracia mexicana. Estamos a unas horas de saber quién se dobla y quién se enfrenta. No son tiempos para los timoratos ni para los adictos al “sin embargo”. Los vientos no están como para dudar el rumbo.
Esto no es un recorte presupuestal al INE. Esto es darle al gobierno el control de las elecciones: que tenga bajo su mando la decisión de quién vota con el dominio del padrón electoral, que entorpezca la instalación de las casillas y que no se hagan los cómputos inmediatos de las elecciones. Esto no es el sueldo de Lorenzo Córdova o si en el INE pueden ahorrarse un dinerito en celulares. Esto es dinamitar tres pilares de la democracia.
No se compara lo que dicen que quieren ganar con lo que todo mundo sabe que se puede perder.

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