Por: Ross Douthat

Durante dos años hemos debatido si la característica esencial de la revuelta del 6 de enero, cuando la muchedumbre caldeada por su decepción acerca de las elecciones de 2020 tomó por asalto el Capitolio, fue la ambición en el trasfondo o la futilidad y la irrealidad en el frente.

La ambición, que correspondió a Donald Trump y a su reducido círculo cercano, pretendía provocar una crisis constitucional que debía comenzar con la intervención de Mike Pence y culminar, de alguna manera, con la votación de la Cámara de Representantes para que Trump gobernara un segundo periodo. La futilidad correspondió a los alborotadores, cuya violencia y barbarie fue una expresión de la política de ensueño y no un golpe de Estado: no había ningún plan para tener éxito, terminó en arrestos masivos y encarcelamientos predestinados. Y el reto de analizar el 6 de enero es que estos elementos aparecieron juntos en una combinación variable que en teoría podría inspirar todo tipo de imitaciones, algunas vacías, embaucadoras y fantasiosas, y otras desestabilizadoras y sumamente graves.

Ahora tenemos la primera imitación importante a nivel internacional de la revuelta en el Capitolio: los disturbios que el fin de semana pasado derivaron en la toma de los edificios gubernamentales de la capital brasileña a nombre del presidente populista derrotado Jair Bolsonaro. Y como sea que veamos el acontecimiento original, hasta ahora, su imitación cae en definitiva en la categoría de lo irreal y fútil.

Los alborotadores querían que Bolsonaro regresara a la presidencia, así como los manifestantes del 6 de enero querían que Trump siguiera en la Casa Blanca. Creían que las elecciones presidenciales habían sido fraudulentas al igual que los seguidores de Trump creían que Joe Biden había hecho trampa en las elecciones de 2020. Su retórica repetía el discurso de los trumpistas estadounidenses.

Pero su homenaje al 6 de enero solo fue eso: un acto de mera actuación sin amarres a las realidades del poder.

El error fue el momento. En vez de tratar de impedir el trabajo del gobierno o interrumpir una transferencia de poder, los alborotadores brasileños asaltaron la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia en un instante en que sus edificios principales —el Congreso, la Corte Suprema y el palacio presidencial— estaban casi vacíos. El Congreso no estaba sesionando, el ya investido presidente Luiz Inácio Lula da Silva estaba recorriendo las zonas afectadas por las inundaciones y Bolsonaro mismo estaba paseando en Florida lejos de ahí. No había ninguna transferencia de poder que impedir, ningún gobierno del cual apoderarse, ni tampoco ningún dirigente que restituir. Parecía que la única razón para montar una manifestación así era la fecha: el 8 de enero es una fecha lo suficientemente cercana al 6 de enero como para provocar la necesaria sacudida de una imitación.

Incluso los escritores que se preocupan por los peligros del populismo parecían un poco desconcertados con todo esto. “El disturbio de hoy cobra un mayor sentido si la idea era crear una repetición visual de lo que ocurrió en Washington”, escribió Anne Applebaum de la revista The Atlantic, en contraposición a impedir, de verdad, que Lula “ejerza el poder”. En la misma publicación, Yascha Mounk calificó la escena como “surrealista”, la cual presentaba a unos alborotadores que “casi parecían estar imitando a unos estadounidenses insurrectos”.

Y como la aventura misma del 6 de enero estuvo llena de cierta teatralidad (el shamán del QAnon y la gente tomándose selfis estaban participando en una manifestación política traviesa y poco seria), la imitación brasileña pareció todavía más alejada de la realidad, como un juego de roles de acción en vivo imitando un juego de roles de acción en vivo.

Puesto que, al igual que Trump, Bolsonaro en verdad fue elegido presidente, no se puede descartar todo su populismo como una simple falta de realidad, como tampoco se puede ignorar la violencia que acompañó a ambas manifestaciones de enero. (Aunque tal vez en este momento el aumento de la violencia en Perú, el cual ha sido ensombrecido por las manifestaciones en favor del presidente de izquierda que fue expulsado después de intentar gobernar por decreto, merezca más atención que los disturbios en Brasil).

Pero al ver el 8 de enero de Brasil, vemos que se confirman dos tendencias del populismo contemporáneo. La primera es la manera en que los políticos y los movimientos populistas actuales tienden a alejar y a asustar a los grupos de interés cuyo respaldo necesitarían para cualquier revolución o verdadero cambio de régimen. 

En segundo lugar, tanto en Brasilia como en Estados Unidos, se puede ver la propensión probada de los actuales populistas de buscar la confrontación llamativa, el acto espectacular y fútil de protestar, sobre el difícil trabajo de la política y las políticas. 

Para los enemigos del populismo, los liberales y los de centro-izquierda, esta combinación de características los ha salvado más de una vez de las consecuencias de su propia soberbia o sus errores. Disparates como el poder de nuestras instituciones de élite, los rebeldes populistas y sus avatares casi siempre están listos con una mayor irresponsabilidad, una antipolítica inepta, una combinación tóxica del autoritario y el incompetente… y luego, como en la nueva Cámara de Representantes republicana o el gobierno conservador fallido de Liz Truss, un retorno a los programas impopulares que ocasionaron la rebelión populista en primer lugar.

Esto deja dos opciones principales para quienes no pueden unirse al liberalismo, para quienes, por una u otra razón, están atascados en la derecha (o en la periferia de la izquierda). Pueden buscar en el caos con la esperanza de encontrar indicios de un populismo más constructivo, del tipo que existe en la teoría pero no en la práctica de Trump o de Bolsonaro, del tipo que diversos intelectuales estuvieron tratando de importar a su movimiento durante la era de Trump, del tipo de una nueva derecha o incluso de una fusión derecha-izquierda más nueva que siempre está a la vuelta de la esquina.

Asimismo, pueden intentar ver totalmente más allá del populismo y tratarlo como un experimento fallido, como algo fundamentalmente irreal, tanto en sus planes como en sus efectos, y en la grotesca imitación latinoamericana del 6 de enero estadounidense ocurrida el 8 de enero.

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