Por: Armando Fuentes
Aquí hablaré de saltos. No de los que dan los políticos llamados “chapulines”, que saltan de un partido a otro con un descaro, una desfachatez y un desparpajo sorprendentes. De saltos hablaré, en el sentido recto del vocablo. De los que en el circo daba el Gran Yompeto. Era la estrella principal del espectáculo; su acto nadie más en el mundo lo podía hacer. Empezaba la función, y el público veía con impaciencia a los payasos, la caballista, el hombre del alambre, las sugestivas contorsionistas, el mago, los trapecistas y malabaristas. La gente aguardaba con ansiedad el número principal del espectáculo. Llegaba por fin el momento esperado. Después de una fanfarria al estilo de las películas de Hollywood el director del espectáculo anunciaba desde el centro de la pista con voz grandilocuente: “Señoras y señores. Esta empresa se enorgullece en presentar a su artista exclusivo: el único, el prodigioso, el audaz, el temerario, el hombre que desafía a la muerte. Recibamos con un gran aplauso, damas y caballeros ¡al Gran Yompeto!”. Sonaba nuevamente la trompetería, los bombos y platillos de la banda, y con gallardo paso entraba el esperado artista. Vestía un leotardo de terciopelo blanco y una capa azul de seda bordada con lentejuelas, chaquira y canutillo; zapatillas rojas de raso y una banda en la frente que mostraba un águila en vuelo. Con una leve inclinación agradecía, hierático, la ovación de la concurrencia. El maestro de ceremonias declaraba: “El Gran Yompeto subirá a un trampolín de 10 metros de altura y desde ahí se tirará de clavado ¡a un barril con agua!”. Los ayudantes ponían el barril al pie de la escala de cuerda. Subía por ella el artista con agilidad, y en una pequeña plataforma en lo alto se despojaba de su vestimenta, y la arrojaba con gracioso ademán a sus ayudas. El director de pista pedía, solemne: “Solicitamos al público guardar el más absoluto silencio, pues la menor distracción puede causar la muerte nuestro artista”. Avanzó el Gran Yompeto hasta el extremo del trampolín; se concentró profundamente y después de un instante que pareció eterno se lanzó de clavado. Cayó en el centro mismo del barril y emergió luego, indemne, entre la ovación del público. “Ahora, señora y señores -dijo el presentador-, el Gran Yompeto subirá a un trampolín de 15 metros de altura, y desde ahí se lanzará de clavado ¡a una cubeta con agua!”. Aquello era para no creerse. Un ayudante colocaba la cubeta, grande, hay que reconocerlo, de 10 litros. El atleta subía por la escala y se ponía en el trampolín. Yo no fue necesario hacerle la petición al público: el silencio que se hizo era impresionante. Se arrojó el clavadista, cayó en la cubeta y salió de ella abriendo los brazos en ademan de triunfo. El aplauso que recibió fue atronador. El público empezó a levantarse de sus asientos. ¿Qué más podía verse después de eso? “¡Esperen, señoras y señores! -pidió a la gente el director de pista-. ¡El Gran Yompeto no ha terminado su actuación! Subirá ahora a un trampolín de 20 metros de alto y se tirará un clavado ¡a un trapeador húmedo!”. ¡Santo Cielo! ¿Cómo podía ser aquello? Los asistentes ya no se sentaron. Puestos de pie observaron con temerosa admiración cómo el clavadista trepaba por la escala hasta casi perderse de vista en las alturas. Un asistente extendió el trapeador. Y allá viene Yompeto de clavado. Cayó en el trapeador y se levantó maltrecho y dolorido, las costillas rotas, echando sangre por nariz y boca. Preguntó furioso: “¿Quién fue el hijo de la tiznada que exprimió el trapeador?”. FIN.