V domingo del tiempo ordinario
Jesús sigue enseñando en la montaña y, una vez que ha proclamado las bienaventuranzas, con imágenes claras, simples y contundentes, habla a sus discípulos y, en general, al creyente, sobre su misión: “Ustedes son la sal de la tierra… ustedes son la luz del mundo” (Mt. 5, 13 ss).
Como es obvio, nos podemos preguntar: ¿y cómo ser sal?, ¿cómo ser luz del mundo? El camino es la mística de la Sagrada Escritura, la mística del amor, de la caridad. Es un camino que Jesús traza con su vida y que aterriza para nosotros con las obras de misericordia. Es el camino que, siglos antes, el profeta Isaías ya había proclamado: “Si alejas de ti toda opresión, si dejas de acusar con el dedo y de levantar calumnias, si repartes tu pan al hambriento y satisfaces al desfallecido, entonces surgirá tu luz en las tinieblas y tu oscuridad se volverá mediodía” (Is. 58, 9-10). El pueblo pensaba que para vivir la fe y contar con la benevolencia divina bastaba con ofrecer sacrificios y hacer ayunos.
El Papa Francisco nos acaba de regalar una carta apostólica, donde revive el pensamiento de San Francisco de Sales, que dice:
«El que se siente inclinado a ayunar se considerará muy devoto si no come, aunque su corazón esté lleno de rencor; y mientras por sobriedad no se atreve a mojar su lengua, no digo en vino, pero ni siquiera en agua, no temerá teñirla en la sangre del prójimo mediante maledicencias y calumnias. Otro se creerá devoto porque reza diariamente un sinnúmero de oraciones, aunque después su lengua se desate de continuo en palabras insolentes, arrogantes e injuriosas contra sus familiares y vecinos. Algún otro abrirá su bolsa de buena gana para distribuir limosnas entre los pobres, pero no es capaz de sacar dulzura de su corazón perdonando a sus enemigos» (Francisco de Sales, Tratado del amor, 36). Evidentemente, son los vicios y las dificultades de siempre, también de hoy. «Todos estos son tenidos vulgarmente por devotos; nombre que de ninguna manera merecen» (Francisco de Sales, tratado del amor, 37). En otras palabras, quien presume de elevarse hacia Dios, pero no vive la caridad para con el prójimo, se engaña a sí mismo y a los demás (Francisco, Totum amoris est).
“Ustedes son la sal de la tierra… Ustedes son la luz del mundo” (Mt. 5, 13-14). Pero no se puede pensar en la luz de la fe y olvidar las obras de amor en favor del prójimo. como escribía Benedicto XVI: “En Dios y con Dios, amo también a las personas… si en mi vida omito del todo la atención al otro, queriendo ser solo piadoso y cumplir con mis deberes religiosos, se marchita también la relación con Dios” (Dios es amor, n. 18).
Ojalá no veamos la caridad como un problema, como un peso, sino como una ganancia. “El hombre que tiene caridad transforma radicalmente todas las cosas y todo lo que vive” (Juan Crisóstomo). La caridad, dice el mismo santo, aporta alegría y gracia al alma. Le pone encanto incluso a las cosas difíciles de la vida. Por algo es la madre de todas las virtudes y de todos los bienes.
Es tan alta la caridad, el amor, que Orígenes señala cómo los sabios de la historia, principalmente los griegos, se han esforzado en mostrar que la fuerza del amor no es otra cosa que aquello que conduce al alma de la tierra a las excelsas fiestas del cielo…, que no se puede llegar a la suma beatitud sino por la fuerza del amor. Y aclara, el mismo Orígenes, que la Sagrada Escritura, para evitar que algo tan sagrado se contamine, llamó al amor ágape (caridad), sin que éste deje de integrar el amor eros (carnal).
Concluye diciendo Jesús: “Que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo las buenas obras que ustedes hacen, den gloria a su Padre, que está en los cielos” (Mt. 5, 16).