Comentaba en este espacio, no hace tanto, la anécdota del obelisco egipcio situado en el centro de la plaza de San Pedro Vaticano en Roma. Cuando decidieron fijar esa mole de granito de 350 toneladas y 25 metros de altura, hablamos del año 1586, se emplearon más de 800 hombres y 140 caballos con aparejos, andamios, poleas y cuerdas de la mayor resistencia. La tarea era tan delicada y la bola de curiosos tan escandalosa que el papa Sixto V, conocido por su rigor, ordenó la pena de muerte a quien alzara la voz durante la faena. Incluso se dispusieron a un costado del montaje arquitectónico, una horca y su verdugo correspondiente. 

Y hubo un momento álgido durante la operación en que las reatas empezaron a ceder ante el monumental peso, algunas restallaban como látigos al romperse, emitiendo sonidos aterradores. El pánico se diseminaba en medio del silencio de miles de almas congregadas en la plaza. Los arquitectos, encabezados por Doménico Fontana parecían no saber qué hacer. La catástrofe era inminente.

Hace justamente un año se inauguraron los Juegos Olímpicos de invierno en Beijing, capital de China, que por entonces se preciaba de ser el único país que gracias a sus férreos controles presumía domeñar el COVID-19. A la ceremonia de inauguración asistió como invitado especial Vladimir Putin, que había lanzado un ultimátum tras otro en contra de Ucrania y tenía desplegadas tropas en la frontera, incluso dentro de Bielorrusia, con el pretexto de ejercicios militares. Justo un día después de la clausura de los Juegos, comenzaría la invasión, con el resultado desastroso para ambas partes de la contienda y el efecto desestabilizador mundial que aún resentimos. 

Desde entonces, los roces, sanciones, amenazas, desplazamientos de recursos militares y movimientos estratégicos no han cesado. El pesado obelisco del orden geopolítico tras la caída del Muro de Berlín amenaza la estabilidad aparente de las cuerdas que podrían llevarlo a un punto de posible equilibrio. ¿Estamos tan solo a la espera de un acto que detone definitivamente una conflagración mundial; el asesinato de algún archiduque o la agresión directa a un miembro de la OTAN? Porque estamos hablando no sólo de una guerra convencional, sino de la posibilidad del uso de armamento nuclear, la espada de Damocles de la humanidad. 

Tras casi un año de conflicto, la resistencia ucraniana ante el asedio de su capital y las ciudades de la costa ha dejado en evidencia el poderío militar ruso, que ahora recurre a mercenarios. El apoyo logístico de los aliados europeos y norteamericanos que pasó estas semanas a proveer tanques de última generación, pero se niega a dotarlos de una flota aérea equiparable, inyecta más gasolina a la conflagración. 

Mientras en el frente del Pacífico, los Estados Unidos reforzaron su cerco a China al acordar con Filipinas mayores facilidades para sus bases militares en ese archipiélago, estratégico en caso de una invasión a Taiwán. ¿Es el globo chino de paseo por los cielos de Montana (USA) una retaliación o un incidente excepcional? El gobierno chino aceptó su propiedad, pero arguye que se trata de una nave civil con fines meteorológicos arrastrada por vientos incontrolables. 

Ante el inminente desplome del obelisco, a sabiendas que podría pagarlo con su vida, la voz de Benedetto Bresca, un marinero de San Remo, rompió el silencio de la plaza: “aiga ae corde”, agua a las cuerdas, gritó en dialecto ligur. Los arquitectos, quizás ya resignados a lo inevitable, volvieron en sí para hacer eco de la orden del marino. Al recibir el agua, las cuerdas de cáñamo recuperaron su fuerza y tras superar el susto el obelisco se irguió en el lugar que aún conserva. 

¿Habrá alguien capaz de llamar a la cordura de las potencias? ¿Seguirán tensándose las cuerdas hasta llegar a lo que algunos consideran inevitable? Por el bien de la humanidad, espero que no.

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