De pronto se cumplieron tres años desde el día en que la Secretaría de Salud anunció que el primer caso de coronavirus se había presentado en México. Un joven viajero que regresaba de Italia fue internado en el INER con síntomas leves. Había tenido cinco contactos con miembros de su familia.
Para entonces la catástrofe que había salido de China devastaba Europa. E Italia era el epicentro.
Había un segundo caso en Sinaloa: un hombre de 46 años se hallaba encerrado en un hotel.
El gobierno mexicano le restó gravedad a la epidemia. Dijo el subsecretario Hugo López-Gatell que más del 90% de los casos eran “enfermedades con síntomas leves, como catarro”.
El presidente López Obrador alentaba a la población a seguir yendo a las fondas y a los restaurantes: descendíamos de culturas milenarias y nada podría afectarnos. Él nos avisaría en qué momento tendríamos que tomar medidas que ya se estaban tomando en otras partes del mundo.
Fue el modo en que comenzó. Se minimizó el riesgo de la enfermedad, se relegó a un papel secundario al Consejo de Salubridad General, las decisiones fundamentales de salud pública quedaron en manos de una o dos personas exentas de controles institucionales, y además se recomendó a los enfermos que no intentaran acudir a un hospital a menos de que se hallaran realmente graves.
Miles de personas no buscaron atención médica a tiempo y murieron asfixiadas en sus casas o buscando un respirador en un hospital.
Las ciudades mexicanas se vieron sumergidas muy rápidamente en un escenario dantesco: el de las caravanas de enfermos que iban de un lado a otro intentando encontrar una cama, mientras las ambulancias aullaban en las calles y se hacían colas infinitas a las puertas de los negocios donde se vendían o rentaban tanques y concentradores de oxígeno.
La memoria de esos días no podrá borrarse. Muchos perdieron familiares y conocidos que se fueron en masas sin que sus seres queridos pudieran estrecharles la mano o darles un abrazo de despedida.
Estas escenas, desde luego, se vivieron en todo el mundo. Pero en México, las malas prácticas aceleraron la hecatombe. Es cosa de recordar cómo se descalificó ante el país entero, desde el púlpito presidencial, el uso del cubrebocas.
Es cosa de recordar cómo el zar anti Covid, Hugo López-Gatell, prefirió adular a su jefe y guardar silencio ante sus repetidos disparates. Es cosa de recordar cómo los responsables del combate a la epidemia se negaron a incorporar evidencia científica y esparcieron desinformación a diestra y siniestra, como el día en que se aseguró que los portadores asintomáticos no contagiaban.
Es cosa de recordar cómo se ocultaron y manipularon datos, y cómo el gobierno de Claudia Sheinbaum, en diciembre de 2020, pospuso las medidas de confinamiento para que no cayeran las ventas durante el periodo navideño.
Es cosa de recordar, en fin, cómo se negó el equipamiento básico a médicos y enfermeras que murieron en México como en ningún otro lugar del mundo.
Al final, a consecuencia de toda esta ruta de decisiones (de la falta de pruebas, de la falta de vacunas, de la falta de seguimiento a los casos detectados), México quedó colocado con Brasil entre los países con mayor exceso de muertes en América Latina, más de 750 mil, y a nivel mundial llegó a ubicarse entre las cinco naciones con más número de muertes por cada 100 mil habitantes.
Según las cifras oficiales, 244 mil menores quedaron huérfanos a consecuencia de la epidemia. México se ubicó como el tercer país con más menores en orfandad.
Al presidente le tomó solo unos meses anunciar que la pandemia ya estaba domada. En el pico trágico de diciembre de 2020, había cerca de 10 mil contagios cada día. Al comenzar 2021 la cifra era ya de 20 mil.
Se mintió, se engañó, se desinformó, mientras los mexicanos morían como nunca.
Se acaban de cumplir tres años del inicio de todo esto y hasta el momento nadie ha rendido cuentas. La herida que ha dejado en México es tan grande; sin embargo, que se no podrá ocultar. Tarde o temprano llegará el momento.