“Tenemos un mensaje simple para todos los países: hagan pruebas, pruebas y más pruebas”.
Este era el mensaje de Tedros Adhanom, Director General de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en las fechas de pandemia incipiente, el cual tenía una orientación clara: era necesario identificar de manera puntual los casos de COVID-19, para poder establecer de la mejor manera posible las medidas de salud pública orientadas a cortar cadenas de transmisión, evitar la propagación de la enfermedad y dar una dimensión clara y mecanismos de evolución de esta afrenta epidemiológica.
Hacer pruebas diagnósticas, bajo este contexto y otros adicionales, apela a colectar más y mejor información sobre una condición dada, para tomar decisiones más sensatas asociadas a un esquema de probabilidades. Justo lo anterior es un ejemplo de aplicación de la “Medicina Basada en Evidencia”, que se refiere al uso consciente, juicioso y explícito de la mejor evidencia científica disponible, para tomar decisiones sobre los pacientes. La suma de valores, experiencia del médico y preferencias de los pacientes, sumado a la evaluación sistemática de evidencia científica, es considerada como una de las mejores herramientas para conocer realidades y expresarlas de forma inteligible y sintética. Lo anterior permite transformar datos clínicos en conocimiento con validez científica, estadísticamente significativo y clínicamente relevante, lo que permite un margen de seguridad asistencial mucho mayor.
Esta medicina basada en evidencia es la que hoy en día soporta la mayor carga asistencial de los sistemas sanitarios y bajo criterios cada día más estrictos, en los aspectos técnico-científicos, de investigación y regulatorios, está en constante evolución.
Derivado de lo anterior, llaman poderosamente la atención las directrices giradas por este organismo internacional expresadas en su “Estrategia de la OMS sobre medicina tradicional 2014-2023”, en donde se invita a aumentar la promoción en los estados integrantes de esta vertiente de “atención médica”, donde definen a la Medicina tradicional como esa “suma total de conocimientos, capacidades y prácticas basados en las teorías, creencias y experiencias propias de las diferentes culturas, bien sean explicables o no (sic), utilizadas para mantener la salud y prevenir, diagnosticar, mejorar o tratar enfermedades físicas y mentales”.
Igualmente, este organismo establece que las prácticas de Medicina tradicional no son homologables en diferentes regiones y tienen una variabilidad sustancial en función de la cultura, conocimiento y accesibilidad a la medicina convencional y sin embargo, desde la quiropraxia, homeopatía, naturopatía y osteopatía, pasando por medicina antroposófica, son expresiones de medicina “tradicional” que este organismo busca promover e integrar en los sistemas nacionales de salud, mejorando su disponibilidad y asequibilidad en especial para las personas pobres, pero eso sí, bajo un esquema de políticas de calidad, seguridad y eficacia comprobables.
Pero ¿cómo comprobar que la metodología y los criterios para evaluar esta eficacia y seguridad tienen una fundamentación sensata, si por definición se establece que multitud de terapias pueden tener o no explicación o fundamentación demostrable? ¿cómo establecer criterios para definir que una persona es competente en una disciplina que está basada en creencias y no en evidencia? ¿cómo se pueden controlar y reglamentar la publicidad o afirmaciones que hacen la medicina tradicional y sus practicantes, si no existe un fundamento racional de estimación de veracidad?
Es de llamar la atención esta expresión de conceptos contradictorios por parte de un organismo rector de tal magnitud, y creo que también se relaciona con lo que al día de hoy se vive en nuestro país, en especial tras la presentación de la inclusión formal de la medicina tradicional en nuestro sistema de salud nacional, en donde se consideran como “especialistas médicos” a los sobadores, hueseros, hierberos y curanderos. Inclusión que parece estar en concordancia con las directrices de la OMS, pero que valdría la pena analizar si realmente es con afán de proporcionar ese “acceso a la salud con pertinencia cultural” o simplemente es el otorgamiento de un servicio de dudosa calidad porque es para lo único que alcanza, en especial para las poblaciones más pobres y vulnerables o porque no hay interés real en dar cobertura con medicina contemporánea de calidad, con profesionales calificados, así como infraestructura, tecnología e insumos que brinden atención segura y oportuna.
Un tema a debate en el cual lo invito a participar y comentar, querido lector.
Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre