Atravesé ayer el pequeño parque dedicado a Juan Rulfo, en el triángulo que forman las calles de Monterrey, Álvaro Obregón e Insurgentes, en la colonia Roma. Desde hace años es el cuartel general de los limpiaparabrisas que laboran, de sol a sol, junto a los semáforos de las esquinas.
Recuerdo que algunas noches, al volver a mi casa en la calle de Orizaba, cruzaba por el parque apretando el paso y conteniendo la respiración. Ratas, basura, excrementos. Desde 1985 el parque ha funcionado, de manera intermitente, como una habitación a cielo abierto para oleadas de indigentes.
Hacía años que no pasaba. Ayer lo descubrí aseado. La fuente central arrojaba chorros de agua. En las bancas que se instalaron hace poco había algunas personas sentadas. Un muchacho leía un libro, me hubiera gustado saber cuál.
En la Ciudad de México, hay lugares que duelen. Hasta 1985, el año del gran terremoto, hubo aquí un edificio de seis pisos, diseñado por Juan Sordo Madaleno y Augusto Álvarez (el mismo arquitecto que trazó la Torre Latino). El conjunto, lo muestran algunas fotografías, se llamaba Brasil. Entre brumas recuerdo que en la parte baja vendían lavadoras Mabe.
Entre brumas recuerdo también cómo quedó todo aquello tras el sismo del 85. Un amontonadero de piedras y varillas retorcidas que expresaban la tragedia que había vivido México.
Ayer me detuve un rato en el parque y pensé sobre todo en Andrés Henestrosa. Henestrosa salió de San Francisco Ixhuatán, Oaxaca, en los últimos días de 1922, con intención de estudiar en la Escuela Normal y convertirse en maestro. Tenía 16, tal vez 17 años de edad. Traía solo unos pesos en la bolsa y en la cabeza una serie de mitos, leyendas y fábulas que había escuchado a los viejos de su pueblo.
Llegó a la estación de Buenavista a finales de diciembre de aquel año. Le habían dicho que al salir de la estación caminara a la izquierda diez cuadras, y que ahí preguntara por la calle de Cuba, donde estaba la pensión en la que iba a alojarse. Se perdió en el camino y terminó sentado, en medio de “una tempestad de llanto”, en una de las bancas de Reforma, frente al hoy desaparecido Monumento a Colón.
Uno de esos hombres “que nunca faltan a la hora que hacen falta”, le preguntó por qué lloraba. Henestrosa le dio una respuesta memorable: “Eso es lo que quisiera saber yo, por qué lloró”. Y le explicó su situación. El hombre –para él un sepulcro de honor– se ofreció llevarlo hasta la pensión.
El muchacho Henestrosa comenzó a rodar por la ciudad en medio de hambre, pobreza y “panurias” (como decía él). La vida lo llevó a la Escuela Nacional Preparatoria, en donde los grandes muralistas decoraban los muros que seguimos celebrando un siglo después.
Su hija Cibeles dijo después que Henestrosa era un joven metiche, curioso, chismoso. Le gustaba el trago, le gustaba la charla, le gustaba la risa. Caía bien y sabía contar cosas. De todo esto pueden dar fe quienes lo encontraron, todas las mañanas de 70 años, desayunando, sin faltar una sola, en el Sanborns de los Azulejos.
Fue el pintor Manuel Rodríguez Lozano quien le habló de las reuniones que todos los jueves se llevaban a cabo en Monterrey 107, casa en que habitaba la entonces cada día más célebre Antonieta Rivas Mercado –y a las que asistían Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Celestino Gorostiza… la crema y nata de una nueva generación que comenzó a soñar “con un México que no fue”.
Esa casa ocupaba el espacio en que hoy se extiende el parque Juan Rulfo, esa isla triangular en medio del tráfico. Cuando conoció a Antonieta, Henestrosa dormía en las calles y en los cines. A ella le cayó muy bien. Le ofreció una habitación y le encargó que cobrara las rentas de algunas de las propiedades que había heredado de su padre, el arquitecto Antonio Rivas Mercado. La vida le cambió al muchacho de Ixhuatán cuando Antonieta lo convierto en su “ahijado”: le leía en voz alta obras de Rilke, Maurois, Cocteau, D’Annunzio, Pirandello y Joyce. “Fue ahí, en esa casa, donde desperté a las letras”, escribió él. Un maestro de la preparatoria, Antonio Caso, le invitó un día a poner por escrito las leyendas que había escuchado en su pueblo. Un amanecer, Henestrosa comenzó a escribir “Los hombres que dispersó la danza”, el libro que le abrió las puertas.
Antonieta fue quien lo pasó a máquina y patrocinó su edición. Henestrosa recordaría después que en esa casa –la misma que en 1907 construyó para su familia, al estilo de una villa italiana, el arquitecto Adamo Boari; la misma que les rentó en 200 pesos mensuales, al irse de México, a los hijos de su colega Antonio Rivas Mercado; la misma en que estos vivieron durante años, sin pagarle a Boari la renta que habían acordado, hasta que la viuda de este logró echarlos–, se tramaron muchas de las cosas que poblaron el siglo XX mexicano:
“En Monterrey 107 –escribió Henestrosa– se ideó, planeó y llevó a cabo el Teatro Ulises; ahí Antonieta tomó la determinación de editar las obras de Xavier Villaurrutia y Samuel Ramos. En Monterrey 107 nació la idea de la Sinfónica Nacional, cuyo primer director fue Carlos Chávez…”.
“¿Cómo olvidar aquellos días azules, alcionios?”, se lamentaba Henestrosa al acercarse a los 100 años de edad. “¿Dónde iré que no me siga aquella cegadora luz de las mañanas de México? ¿Cómo olvidar los días en que los mexicanos salían a contemplar el espectáculo de los atardeceres?”.
Antonieta entró en la sombra en Notre Dame en 1931. Hacia 1940, Elita Boari, la hija del arquitecto que diseñó Bellas Artes y el Edificio del Correo, vendió la casa de su padre a Juan Sordo Madaleno y Augusto Álvarez. Ellos destruyeron todo lo que ahí había y levantaron el conjunto de oficinas que habría de desplomarse 45 años después.
Quisiera, al cerrar esta nota, parafrasear a Henestrosa. Lector: cuando alguna vez pases por aquel parque olvidado, dedica un recuerdo a todo lo que ocurrió ahí hace cosa de un siglo, en un México que no fue. En un México que se fue.