El sistema democrático depende, a fin de cuentas, de una cuerda frágil: el decoro. Necesita complejas estructuras electorales, una competencia intensa, partidos y poderes enfrentados, espacios para la información y la crítica. Pero la bóveda de todo régimen constitucional es delicada y, esencialmente, ética. A un reducido grupo de personas se le encarga la tarea de pronunciar la última palabra. A un tribunal le corresponde cuidar la vigencia del acuerdo fundamental y rechazar las transgresiones que puedan escudarse en el principio de mayoría. ¿En qué se basan para tomar decisiones vitales? En su razonamiento y en su decoro.
Un tribunal constitucional debe ser, por eso, ajeno a las tentaciones de la popularidad. Su fundamento no es la representatividad, sino el apego a la razón constitucional. No es extraño por eso que rechacen su mecanismo quienes ven en la democracia el elemental imperio de las cantidades. Pero la democracia liberal exige cauce constitucional a la voluntad mayoritaria y ha de tener la fuerza para rechazar toda decisión que transgreda el pacto supremo. A los jueces se les confía la tarea más delicada dentro del orden democrático: decretar la invalidez de una decisión que bien puede ser popular. Se les exige confrontar a los poderosos con el argumento de la ley.
Si el diputado o la gobernadora necesitan respaldo popular para ocupar y desempeñar su cargo, un juez ha de buscar otro reconocimiento. Hablo de la respetabilidad que no es un viejo valor victoriano sino la honra que ha de cuidar sobre cualquier cosa un juez constitucional. Esa respetabilidad que se conquista a través de una conducta ejemplar, de una formación técnicamente sólida y una congruencia en el razonamiento. De ahí la importancia del decoro. Si éste se pierde, la institución se pudre. Hay que volver a decirlo porque no puede enterrarse en el olvido: es inaceptable que una plagiaria ocupe un asiento en la única institución de la república que es, en verdad, suprema. Agrega escándalo que la indignidad de la ministra Esquivel la lleve a encadenarse al asiento, a pesar del daño que le causa al máximo tribunal.
El decoro de un juez constitucional se asienta, sobre todo, en la coherencia de sus argumentos. La lógica de un juez deja en claro que el valor esencial es el cuidado de la norma, de los valores que representa, del espíritu que captura su texto. Cuando un juez exhibe abiertamente que su propósito es congraciarse con el príncipe y los suyos, cuando abandona los criterios que antes había defendido con vehemencia para ofrecer respaldo a un gobierno, cuando de manera abierta ofrece sus servicios para brincar de la judicatura a la política partidista, cuando está dispuesto al ridículo para mostrar lealtad al régimen ha abandonado todo recato. Pienso, por supuesto, en Arturo Zaldívar quien votó por anular la constitución y respaldar el militarismo presidencial.
El tictoquero que presidió la Corte es quizá el ejemplo más grotesco del lacayismo de nuestros días. Entregarle la inteligencia, el pudor y los votos al caudillo para terminar una carrera judicial convertido en propaganda del circo mañanero. Es el ejemplo más grosero de lacayismo porque ante los ojos de todo mundo ha abandonado los principios que alguna vez defendió para entregar su palabra y su razón a la causa del poder. Lo es también porque se acompaña de una ridícula necesidad de captar la atención de la gente, de hacerse chistoso, de aparentar frescura y de creerse simpático, mientras destaza la lógica y la decencia para regalarle votos al presidente que tanto admira e imita. Arturo Zaldívar es el ejemplo más triste de claudicación ética que impone el autócrata. El resentimiento, la obsecuencia y la ambición han sido sus impulsos. Por eso ha tratado de mimetizarse con el régimen, ofreciendo coartadas al capricho presidencial. Al defender la militarización con argumentos vergonzosos se ha exhibido de cuerpo entero.
Decía John Stuart Mill que un gobierno ha de ser evaluado por su efecto en las cosas y en la gente. El populismo con el que está dispuesto a identificarse el ministro-creador de contenido cultiva lacayos. La indignidad es requisito de lealtad.