Por: Ana Pérez
L
La tecla A comenzó a trabarse hace un par de semanas. Lo noté acariciando el teclado cuando Leslye me contaba que tenía miedo del monstruo que la espera en casa.
Sus ojitos cafés se ven más claros cuando se agacha, y suele hacerlo cuando habla de él. Tiembla ligeramente pero ya no lo nota, está acostumbrada a un miedo que no sabe nombrar. Repasa cada línea de sus manos mientras habla.
Habla, habla y sigue hablando.
Las miradas se reúnen en ella, pero las palabras no se le acaban, pareciera que no sabe que se está rompiendo y que mi corazón se rompe con ella.
Me lleva de la mano a esconderme bajo la manta, mientras cubre los oídos de su hermanita pequeña. Al tiempo, la mayor sale corriendo para asegurar la puerta.
Estoy temblando con ella, me he dado cuenta borrando tres veces la misma palabra.
Quisiera abrazarla. No para que calme su temblor, sino el mío.
Pero Leslye no para. Sigue desbordándose sin saber que está suturando sus heridas, con mis manos intentando alcanzarla, escribo rápido, sin dudarlo. No tengo derecho a saltarme ninguna palabra. Me habla de las 68 chivas y las 20 vacas que desaparecieron de casa convirtiéndose en botellas de licor, que Leslye nunca ha tocado, pero las odia.
Contiene un suspiro. Su mirada busca a su madre, a su lado, y se convence de que la justicia va acompañada de calma, y sigue vaciándose en las preguntas que no debiera hacerle, la escucho y no entiendo porque tengo que hacerla pasar por esto.
Su mamá la sostiene. No. Leslye sostiene el mundo en una mano, mientras la escucho y sigo repasando las letras en el teclado.
Se acaban las preguntas, pero a ella no se le acaban las palabras, los quiero por igual, me dice, pero no quiero volver a su lado.
Escribe su nombre completo sobre la línea y me encuentro a mí misma pensando, cómo puede llamarle papá a ese hombre, que durante la última hora la tuvo temblando.
Que la ha hecho temblar, sus infinitos 10 años.
V
Mecía los pies adelante y atrás mientras se encontraba sentada en la banca de la sala de espera. Sus 7 añitos la hacían ver fuera de lugar, en un mundo de adultos que hablan de delitos y sanciones.
Sostenía en sus manos dos fotografías iguales y una pequeña veladora que había comprado en la tienda de la esquina. Logro verla desde el escritorio donde estoy atendiendo a su abuela, quien me explica, mientras restriega sus manos, que su hijo salió a trabajar el día anterior y no ha llegado.
No responde las llamadas.
No contesta los mensajes.
Aún estoy aprendiendo a mantener mis piezas en su lugar, mientras cuestiono a personas cuyos mundos se están derrumbando, pero hoy la tarea es un poco más complicada: debo pedirle a esta señora que me describa a su hijo, que me hable de sus señas particulares, si conoce los tatuajes, los lunares, las cicatrices, que pueda o no tener, sin que apenas se dé cuenta que hay un cuerpo sin vida que puede corresponder con él.
Tomo nota de lo que ella me cuenta, a mano, en la libreta, aún no estoy escribiendo en el teclado pues quizás antes tenga la respuesta a su interrogante, tal vez ya sabemos dónde está su hijo, antes de que ella nos lo preguntara.
Se levanta de la silla al otro lado del escritorio y se dirige hacia su nieta, toma de sus manos una de las fotos para mostrármela y que vea el rostro de su hijo, bien perfumado, decía ella, porque ese era día de fiesta. Una pequeña sonrisa cruza la sala de espera y se me queda grabada en la mente.
Que no sea, por favor, que no sea. Es lo único que rezo mientras le doy una sonrisa de vuelta.
Apenas tengo la foto en mis manos me entero, imprimieron dos de ellas para llevarse una a casa, llevan la veladora para pedir que regrese pronto.
Conduzco a la señora a la misma sala de espera, que ahora se siente pequeña para una esperanza tan grande, para una plegaria tan pura de que papá vuelva a casa.
Apenas estoy con mi jefe, un grito desgarrador me hiela los huesos, el sonido de cristal rompiéndose al contacto con el suelo lleva mi mirada hasta ella, que abraza a su abuela que no puede sostenerse, mientras personal de quien sabe qué funeraria intenta levantarla.
Veo en sus ojitos como se apaga la llama de esperanza.
Papá no va a volver.
***
Ana Pérez. Nacida en el verano del 93. Re-nacida cuando aprendió a escribir. Abogada cuando encontró su parte más humana. Pseudo adulta jugando a ser escritora. Serán siempre las letras, el botiquín de primeros auxilios.
Envíenos su cuento a: latrincadelcuento@gmail.com