Es una vieja y triste costumbre latinoamericana. Se trata de proteger al dictador, al asesino, al que debería estar en la cárcel pero que, por pura fuerza, trampas y abusos, está en el poder. Es increíble que en este 2023, dos presidentes elegidos democráticamente se presten para encubrir y apoyar a matones.
Este vergonzoso apapacho fue el que le dio hace unos meses el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador al dictador cubano, Miguel Díaz-Canel, al declararlo “huésped distinguido” y otorgarle la máxima distinción del Águila Azteca. AMLO no quiso ver la represión, los prisioneros políticos y la falta de democracia multipartidista, que denunció Amnistía Internacional en Cuba. Esta no es una cuestión de opinión. AMLO está apoyando y encubriendo a un régimen que mata y encarcela a sus ciudadanos solo por pensar distinto.
Lo mismo hizo hace poco el reelegido presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, con el tirano venezolano Nicolás Maduro. Saltándose olímpicamente todas las violaciones a los derechos humanos en la Venezuela post-chavista, Lula recibió a Maduro y dijo que “sobre Venezuela hay muchos prejuicios” y que existía “una narrativa que decía que [el régimen de Maduro] era antidemocrático y autoritario”.
Aquí Lula pecó de inocente y hasta de cómplice.
La realidad es que en Venezuela sí hay un gobierno antidemocrático y autoritario. Datos: — En Venezuela hay entre 240 y 310 prisioneros políticos.
— Miles de personas han sido asesinadas por “resistencia a la autoridad” desde que Maduro está en el poder. Fueron más de 5,200 muertes en el 2019 y 1,240 el año pasado.
— Naciones Unidas acusó a Maduro y a su gobierno de crímenes contra la humanidad.
— Una misión de observadores independientes del Instituto de Altos Estudios Europeos que estuvo presente en Venezuela durante las elecciones concluyo que Maduro llegó al poder con un fraude electoral en el 2013 y la Organización de los Estados Americanos describió las elecciones de 2018 como “un ejercicio sin las mínimas garantías para el pueblo … con una falta generalizada de libertades públicas, con candidatos y partidos proscritos y con autoridades electorales carentes de cualquier credibilidad, sujetas al poder ejecutivo”.
— Más de siete millones de venezolanos han huido de su país desde 2015.
Esta es la tiranía a la que abrazó y protegió Lula en Brasilia.
Incluso entre los líderes de la izquierda latinoamericana reunidos en Brasil a principios de esta semana, hubo al menos uno que se negó a olvidar y perdonar los abusos cometidos en los últimos años en Venezuela. “La situación de los derechos humanos no es una construcción narrativa, es una realidad seria”, dijo el joven presidente chileno, Gabriel Boric.
En un mundo digital dominado por las redes sociales – donde la verdad se inventa y los gobernantes tienen otros datos en su realidad virtual – es fácil crear la falsa narrativa de que Venezuela es una democracia atacada injustamente por potencias internacionales. Pero Boric no se tragó el cuento. También dijo en Brasil que no se puede “meter debajo de la alfombra principios importantes para nosotros”.
AMLO y Lula, anestesiados por su popularidad, no quieren ver lo que no quieren ver. Y esa es la peor ceguera política. Es un extraño caso de enamoramiento por el dictador que, a la vez, está lleno de hipocresía. Mientras abrazan a sus líderes, ni AMLO ni Lula quisieran para los mexicanos y brasileños el atormentado destino de los cubanos y venezolanos.
El recibimiento de Maduro en Brasil como el supuesto líder legítimo de Venezuela fue, también, un duro golpe para la oposición venezolana que decidió eliminar la figura de “presidente interino” que ocupó Juan Guaidó por cuatro años. Se trataba de una posición simbólica. Pero, en un momento dado, contó con el reconocimiento de decenas de países y puso a Maduro a la defensiva.
“Sin duda, [la presidencia interina] había desnudado a la dictadura de Maduro”, me dijo el mismo Guaidó en una entrevista en abril en Miami. “Le limitaba muchas cosas a nivel internacional.” Ya no.
Cuando entrevisté a Guaidó llevaba unos zapatos negros regalados y un traje que había pertenecido a un exiliado cubano. Días antes había cruzado con una mochila la frontera de Venezuela hacia Colombia y, ahí, al no permitírsele participar en Bogotá en una cumbre internacional sobre su país, se subió a un avión y viajó con casi nada a Miami.
“¿Teme que si usted regresa a Venezuela lo van a arrestar?”, le pregunté.
“No solamente eso”, me dijo. “Incluso [temo] por mi vida”.
“¿O sea teme que si regresa a Venezuela lo van a matar?”
“Sí”.
Guaidó, por ahora, no tiene planes de regresar a Venezuela y está con su familia en el sur de la Florida. Pero eso no significa que haya dejado la lucha política. Apoyará desde lejos la realización de unas votaciones primarias en octubre 22 para escoger a un candidato único de la oposición y luego, la gran apuesta, es convencer a Maduro a que participe en unas elecciones presidenciales.
Pero ¿cómo creer que la dictadura va a reconocer una derrota en un sistema que ellos controlan y donde ellos cuentan los votos? Guaidó ve un escenario parecido al de 1990 en Nicaragua, cuando los sandinistas (ante la presencia de observadores internacionales) perdieron unas elecciones contra la candidata opositora Violeta Barrios de Chamorro. “Ese es el reto que tenemos” en Venezuela, me dijo Guaidó antes de despedirse. “El reto es poder defender los votos”.
Mientras tanto, AMLO y Lula ya escogieron. Se pusieron, solitos, en el lado equivocado de la historia. Decidieron apoyar a los matones, no a los demócratas que luchan hasta quedarse sin zapatos. Ya se olvidaron de las justas luchas por la democracia que ellos alguna vez lideraron…y que incluso las tiranías más brutales, caen.