Nos pedía que no le llamáramos entrevista sino conversación. Que no usáramos blanquiazul como sinónimo del PAN ni tricolor del PRI. Que nos alejáramos de los eufemismos: pobreza extrema tenía que decirse como lo que era: miseria. Me enseñó que las alitas del Hooters maridan bien con vino blanco para acompañar un partido de futbol y que, si el precio a pagar por ejercer el periodismo con libertad es que te despidan, hay que pagarlo. Ricardo era esa bonhomía y era esa valentía.

Cuando alguien se me acerca y me pregunta a quiénes considero mis maestros, desde hace veinticinco años pongo en la cortísima lista a Ricardo Rocha. Lo conocí a finales de la década de los noventa, le pedí chamba en televisión, me la dio en radio “si quieres dominar la televisión, primero tienes que dominar la radio”, trabajar en su equipo fue un taller del oficio de reportero, fue ejemplo de que hay que levantarse del escritorio y quitarse la corbata y ensuciarse los zapatos, me llevó a Chiapas que era su fuente más íntima de historias el subcomandante Marcos, Acteal, los desplazados, la miseria, me nombró su suplente cuando se iba de vacaciones y me impulsó a conducir como titular un programa de radio.

Cuando tomé camino propio, no pocas veces alguien se me acercaba a comentarme: cuando te escucho decir tal o cual cosa me recuerdas mucho a Ricardo. Obviamente. Lo que aprendí, lo hice seducido por su timbre de voz, por sus expresiones que exhibían respeto del lenguaje. Ricardo era escuela. Tras su muerte, caí en cuenta de que los que pasamos por sus aulas nos sentimos orgullosos. Como quien va a una universidad de prestigio y cuelga su diploma o se pone la sudadera con el escudo. En un mundillo tan generoso en egos, a su muerte muchos de varias generaciones nos reconocimos sin matices sus discípulos. Ese es el tamaño de su escuela.

Rocha abrió espacios que estaban cerrados. Los abrió a codazos y eso le causó heridas. Pero lo logró. Lo hizo para la política y lo hizo para la cultura. Enseñó a la televisión que podía programar a los más sofisticados intelectuales, y a los intelectuales los educó para salir en televisión. Cultísimo, podía entrevistar perdón, conversar con maestría en uno de los más amplios rangos que he visto: bordaba las preguntas y así, cualquier respuesta sonaba con arte.

El viernes cumplió de madrugada con su programa de Radio Fórmula. El domingo estaba agendado para participar en la cobertura especial de El Universal por las elecciones. No alcanzó a llegar. Reportero hasta el último de sus alientos. Como nos enseñó.  

Para su familia, sus amigos y su equipo, mi gratitud y mi abrazo.  

Y aunque se le desee, ni va a descansar, ni se va a estar en paz.  

 

historiasreportero@gmail.com

 

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