Era una sopa de flores. Rojas, verdes, moradas y amarillas. Sobre un jugo cítrico casi misterioso. Imposible saber qué había en él. Lo único que sabíamos, según nos dijo el mesero, era que las flores las habían recogido esa misma mañana en los campos que rodean la capital de Dinamarca. Pero la colorida y tibia sopa era una delicia, para la vista y para el paladar.
Eso es exactamente lo que esperaba de una comida en Noma, considerado durante varios años uno de los mejores restaurantes del mundo. Por meses había buscado una reservación y por fin, junto a mis hijos, estaba listo para explorar las formas y los sabores más atrevidos de la gastronomía. La sopa era solo uno de los 17 pequeños platos que nos sirvieron ese día. Era el menú de verano y todo era estrictamente vegetariano. Desde sashimi de hongos, berenjena a la pimienta y tempura de espárrago blanco hasta arroz verde con tofu, arándanos en una salsa blanca dulce, y un mágico postre con un helado triangular cubierto por una capa de moho.
Noma – con tres estrellas Michelin – es una creación del chef danés René Redzepi, a quien conocí en 2017 cuando llevó su restaurante pop-up por unos meses a Tulum, México. Redzepi anunció hace poco que cerrará Noma para servicio regular a finales del 2024. “Es insostenible”, le dijo el chef a The New York Times, ser un líder de la gastronomía mundial, pagar a un staff de casi 100 personas y mantener altos estándares con precios relativamente razonables. Noma se convertirá en otro proyecto.
En esta ocasión la cocina estaba a cargo de un extraordinario chef mexicano, Pablo Soto. Y frente a un tablero con las órdenes de cada mesa, como un director de orquesta, lo dominaba y dirigía todo. Me consta, porque nos sentaron en una mesa junto a la cocina. Fui testigo del respeto, el orden, la energía y el entusiasmo que se necesita para darle de comer los platillos más imaginativos y únicos a 84 afortunadas personas en 26 mesas.
Entiendo que después de comer en Noma todo puede parecer positivo. Uno sale del restaurante, localizado cerca de la famosamente liberal comuna o micronación de Christiania, con la sensación de que la excelencia existe y que todo puede ser mejor. Sientes que la vida te sonríe.
Dinamarca – la nación más bicicletera que conozco y con un maravilloso respeto por los ciclistas y peatones – era la última parada de un viaje había pospuesto durante la pandemia por algunos de los países más felices del mundo. La intención era ver si se me pegaba algo. Y funcionó. Lo inicié en Islandia, seguí a Suecia y terminé en Dinamarca. Esos tres países están entre los seis más felices, según el World Happiness Report, que basa sus evaluaciones en encuestas de la empresa Gallup y en juicios de expertos.
Entiendo que medir la felicidad puede resultar algo sumamente subjetivo y, más aún, asegurar que un país es más alegre que otro. Después de todo, en un mismo país la felicidad suele distribuirse de manera desigual. Pero el reporte toma en cuenta todo tipo de elementos para crear su lista, desde el crecimiento económico, niveles de educación, acceso al sistema de salud, empleo y la posibilidad de vivir en casa propia hasta el balance emocional, tener paz la mayor parte del día y el cuidado de los otros.
En su reporte del 2023 el país más feliz del mundo fue Finlandia (por sexto año consecutivo). Le siguieron Dinamarca, Islandia, Israel, Holanda, Suecia, Noruega, Suiza, Luxemburgo y Nueva Zelanda. Lo primero que me brincó de este grupo es el clima; para quienes vivimos en lugares cálidos – yo vivo en Miami – la felicidad va muchas veces ligada al número de días soleados. Pero ciertamente la felicidad no depende necesariamente del buen clima. Los países más tristes del reporte son Afganistán y Líbano, que por décadas han sufrido guerras. Y Ucrania, que se defiende de un intento de anexión por parte de Rusia, también ha reportado un notable descenso en sus niveles de felicidad.
La gente más feliz, me parece, es la que tiene resueltas sus necesidades básicas – alimentación, casa, salud, educación, trabajo, retiro – y tiene el tiempo y las posibilidades de dedicarse a lo que más le gusta hacer. Así, a pesar de pasar una buena parte del año con temperaturas frías o congelantes, la mayoría de los islandeses, suecos y daneses que conocí no se querían ir de su país.
Y eso, para un inmigrante como yo – que en un momento dado sentí que mi única alternativa para superarme era irme de mi país – es la prueba de fuego. Los que nos fuimos tenemos la convicción de que nuestra vida es mejor donde vivimos que donde nacimos. La gente no se quiere ir de los países más felices. Se van de los países donde se cierran las oportunidades, donde te persiguen, donde no puedes decir lo que quieras.
En este viaje por tres naciones nórdicas vi muchas bicicletas y flores, algunas para comer. Y hermosos panoramas, particularmente en Islandia; como de película. Y saunas, picnics y la ordinaria celebración de la vida. Y muchos cafés al aire libre, con los celulares guardados a la hora de comer, y grupos de familias y amigos conversando sin prisa, disfrutando el paso de las horas. Y calles hechas a la medida humana, para caminarse, no para manejar. Y no encontré a nadie durmiendo en las calles. Y un sol que durante el verano nunca se va por completo. Vi, así, un pedacito de la felicidad.
Claro, es un juicio enteramente personal; fueron solo unos días de paseo, estaba agradecido tras recuperar una maleta perdida durante tres días por la aerolínea, viajaba con mis hijos de vacaciones y había comido en Noma. Estaba contento. ¿Qué más se podía pedir? El experimento había dado resultado.
Una semana en tres países felices me recargaron el alma. Y descubrí algo: que la felicidad se pega cuando estás ahí pero no se exporta. Hay que construirla, pedalazo a pedalazo.