Por Marco Vanzzini
En un cuarto oscuro, con las ventanas cerradas y el frío de invierno calándole hasta los huesos, Antonio cruzó los brazos sobre su pecho al sentarse al borde de la cama. Sus dientes castañeaban, la piel se erizaba. El silencio en medio de aquel bosque de oyameles y pinos era sepulcral. Afuera el sol despuntaba, algunos rayos de luz se filtraban por las rendijas de las ventanas para ilumnar el polvo que flotaba libre en el cuarto. El viento, cuando se filtraba por debajo de la puerta, lo mecía dando origen a ecléticas formas caleidoscópicas. Antonio llevaba más de tres horas despierto, no podía dormir. Aquel displacer tenía un claro origen: había sentido la segregación social desde el momento en que Alicia lo había abandonado sin corroborar su culpa. Presintió que todos sus amigos le volteaban la espalda. Sus dos socios habían hecho una junta de consejo sin invitarlo y dedujo una artera puñalada por la espalda. Su alma buscó un alivio en la soledad: la casa de campo en Valle de Bravo. Aquella vieja mansión pertenecía a su familia desde hacía tres generaciones. Estaba un poco descuidada, el lugar perfecto para huir, escaparse a la soledad para consolar su alma entristecida, porque en ese momento aborrecía a todos los que le rodeaban.
—Refugiarme aquí, para soñar o morir. —Pensó en un principio— la soledad no nos enseña nada, puede que nos lleve a comprender y conducirnos a la superación. Solo hay que saber buscar, aquello que puede ser ameno u hostil.
Antonio no buscaba la soledad por motivos artísticos, intelectuales o espirituales, sino para estar consigo mismo y conocer a fondo su realidad. Su aislamiento era voluntario. Solo pensaba; está no será una experiencia gratificante ni enriquecedora —se decía a sí mismo—Se autoimponía aquel retiro para quitarse el peso de sus últimas acciones.
Antonio se encontraba fuera de sí, la soledad le causaba una ausencia real. Se pensaba como ser social, con la necesidad de convivir en compañía de otros. Tenía un amplio círculo social, pero, aun así, se sentía solo. Se había auto impuesto un período de soledad y comenzaba a sentir los efectos de su actuación; ansiedad, alucinaciones, distorsión de la percepción y del tiempo.
Desde el borde la cama, se acomodó la frazada sobre la espalada. Frente a él, un enorme y viejo ropero. De pronto, una persona apareció ahí en el cuarto, se paró delante de él. Antonio se sintió espiado, no lo reconoció y afloró un diálogo entre ellos.
—Y tú ¿quién eres? ¿Cómo entraste a mi casa?
—Aquí estoy, eso es lo importante.
—Sí, ya te veo, pero te repito ¿quién eres?
—Aun no me reconoces, es mejor así… Por ahora.
—No necesito a nadie, por favor retírate. Quiero estar solo.
—Ten por seguro, que te hago falta…
—No entiendes, quiero estar solo. No necesito a nadie.
—Has venido de forma voluntaria a aislarte, buscas la soledad. ¿Por qué lo haces?
—Es cosa que a ti no te importa…
—Me importa, más de lo que te imaginas.
—¿Quién eres?
—Pronto lo sabrás. Tú te aislaste aquí simplemente para estar contigo mismo y conocerte más a fondo. Y por supuesto, para entender tus errores de comportamiento en los últimos días.
—Mi vida es un desastre, he cavado mi propia tumba. Mi esposa está molesta conmigo, mis amigos les incomodaron mis comentarios falaces. No hago nada bien.
—Deseas la soledad para poder salir del hoyo o para enterrarte aún más en él, sepultarte en tu melancolía o aflicción. Todo lo que me dices es tu percepción. No es verdad que tus amigos te hayan dejado, tú los dejaste a ellos. Tu mujer te extraña, ha estado buscándote. ¿Te sientes un perdedor?
—Soy un perdedor, nadie me quiere…
—De dónde sacas eso… yo te conozco muy bien.
—No es verdad, yo no te conozco, por eso te pido que te largues.
—No puedo irme.
—¿Por qué?
—Porque deseo ayudarte a salir de este vórtice en el que has caído.
—No necesito ayuda ¿No lo entiendes? He tocado fondo, no deseo estar con nadie, no sé cómo has llegado, déjame.
—Mejor cuéntame, qué te acontece. Conozco tu vida, pero quiero saber qué piensas en este momento, aquí y ahora.
—Sí ya la sabes, para que te la cuento… lárgate.
—A ver, comencemos por el principio. Alicia está muy preocupada por ti, después de diez años de matrimonio le fallaste, te conoce hasta la médula. Tú te portaste mal con ella, por eso se molestó. No fuiste capaz de decir, lo siento.
—Sí, ya lo sé. Mis socios lograron convencerme de salir el fin de semana.
—Claro, se te olvido un pequeño detalle.
—¿Cuál?
—Avisarle…
—Tienes razón, pero Brad y Carlos, me sonsacaron para ir a las Vegas: ya tenían los boletos, bebimos y perdí la consciencia. Me perdí, en algo que nunca hago, el alcohol me ofuscó.
—Y ¿Después? Por qué no le hablaste.
—No pude hacerlo, me dio miedo…
—Más miedo le dio a ella.
—Luego ya en el casino Brad y Carlos me contaron de su junta… sin avisarme.
—Y, ¿qué explicación te dieron?
—Que yo andaba fuera de la ciudad y debían de tomar una decisión inmediata, para un buen negocio. Lo cual, me enfureció más. Salí de pleito con ellos. Esas dos cosas me dejaron hondas huellas de depresión. ¡No sé cómo salir!
—Mira a tu alrededor, en este cuarto oscuro, solo, sin compañía. ¿Crees que es la solución?
—¿Qué puedo hacer? no valgo nada. soy de lo peor, un perdedor. No me van a disculpar.
—Eso piensas, sin haberlo intentado. Ahí están, esperando, Alicia y tus socios necesitan tu reconciliación. Primero contigo mismo, después con ellos. Te esperan.
—Aquí me quedaré otros días. Lo pensaré.
En ese momento, a Antonio se le salieron unas lágrimas. Se sentía el peor de los hombres. Había fallado a su esposa y a sus socios. Le explicaron lo de la junta, pero se cerró en su falta de autoestima. No quiso entrar en razón y lo amenazaron con sacarlo de la sociedad. Cosa que no harían, su amistad databa desde niños. Le faltó carácter, para enfrentar su torpeza. Juntos había logrado levantar una gran empresa. Por otra parte, Alicia, era el amor de su vida. Ahora, tenía miedo que por su falta, ella no lo perdonara.
Antonio se enjugó las lágrimas, cerró los ojos por unos instantes. Respiró profundo, poco a poco los abrió. Para su sorpresa el visitante ya no estaba en el cuarto. Solo el gran espejo que se encontraba en la puerta del ropero y reflejaba su figura.
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