En los últimos días ha sido una constante en diferentes circunstancias (hablando de temas sanitarios) el escuchar la frase “la autoridad está ausente”, lo cual llamó mi atención. Si apelamos al significado en su más pura vertiente, entendemos que el concepto de autoridad es la “facultad o derecho de mandar o gobernar a personas que están subordinadas” y al menos al día de hoy, no veo algún atisbo de que estas atribuciones estén disminuidas por quienes ostentan estos “cargos” o “puestos” de autoridad.
Sin embargo, considero que debemos de apelar no al significado, sino al origen de la palabra “autoridad”: la etimología proviene de “auctocritas”, derivada de “augere”, que significa “aumentar, promover o hacer progresar”, es decir, esta palabra posee desde sus orígenes esa cualidad “creadora”. Desafortunadamente, se nota que es limitada (a veces inexistente) esa capacidad de progreso, promoción del crecimiento o creación por parte de quienes se ostentan como los “encargados” de la salud en nuestro país y al contrario, parece que es obligación el estancarse, mantenerse o incluso destruir, retrasar o desaparecer sistemas o instituciones que otrora fueron o pudieron ser mecanismos de salvaguarda de la salud poblacional.
De igual manera el concepto de autoridad, bajo una concepción personal, tiene detrás de sí la inapelable responsabilidad de la rendición de cuentas. Para un representante de autoridad, en especial de gobierno, el fallar a representarse a sí mismo para rendir cuentas a la población es generador de ruptura, pérdida de confianza y legitimidad. Más allá de las repercusiones legales por no afrontar este ejercicio de transparencia y comunicación, habrían de presentarse consecuencias para quien no pueda tomar responsabilidad de las decisiones y acciones que ha tomado, al conferírsele una responsabilidad, mandato o “autoridad”.
Deberían tener estos personajes (y esta es la tragedia) un sentido de que habrá consecuencias por faltar a dar explicación de las decisiones, acciones o inacciones consecuentes en los rubros político (al perder el apoyo de las poblaciones, perder sus cargos, no ser sujetos a re-elección o refrendo de sus puestos), social (protestas, descontento o demandas), mediático (intensificación de investigaciones, notas aumentadas o exposición incrementada), institucionales (al referirse este comportamiento falto de transparencia a todo un sistema de gobierno o administración) e incluso de trascendencia regional o internacional (con la pérdida de credibilidad, problemas diplomáticos o de colaboración).
Aquellas “autoridades” que no son capaces de rendir cuentas, fallan a su compromiso de transparencia y son objeto de sospecha de corrupción o agendas ocultas. De igual manera no demuestran responsabilidad y se entiende que no es de su interés el bien común. Faltan a honrar los principios democráticos de legitimidad, al no ser capaces de responder a las personas que dicen servir. Así mismo, no son garantes de ser entes que escuchen, que puedan identificar necesidades y preocupaciones, de tomar nota, de manifestar siquiera “interés” y son ciegos y sordos a las realidades de los ciudadanos. La falta de rendición de cuentas disminuye la participación ciudadana y se vuelve una barrera para que las personas se inmiscuyan en los procesos democráticos, discusiones o que muestren interés en las decisiones de gobierno y por último, rompen la estabilidad y cohesión social, al minar la confianza con aquellos se denominan “representantes”.
Como ciudadanos, es imperativo exigir la rendición de cuentas. Como “autoridades” es inexcusable hacerlo. En relación a las autoridades sanitarias, se deben cumplir los dos preceptos anteriores. Es tiempo.
Dr. Juan Manuel Cisneros Carrasco, Médico Patólogo Clínico. Especialista en Medicina de Laboratorio y Medicina Transfusional, profesor de especialidad y promotor de la donación voluntaria de sangre.