¿Quién debe educar a los niños? ¿O quién debe adoctrinarlos? Estas preguntas entraron al debate público en el siglo XIX y desde entonces un frente formado por conservadores y grupos religiosos ha querido dejar esa responsabilidad solo en manos de las familias, en tanto que el liberalismo laico, primero, y las distintas corrientes socialistas, después, han logrado que buena parte de esa tarea quede en manos de la sociedad o del Estado. Mientras los primeros asumen que los hijos son una especie de propiedad exclusiva de sus padres y que por tanto pueden educarlos (o adoctrinarlos) a su antojo, los segundos no les niegan esta facultad, pero asumen que los futuros ciudadanos merecen que las ideas (o prejuicios) de sus entornos sean contrastados con programas de estudio redactados por especialistas.
La publicación de los nuevos libros de texto de la SEP ha vuelto a desatar esta polémica en la que, más allá de los errores en temas científicos que deben ser expuestos y revisados, ha vuelto a emerger la misma crispación de otros momentos. Mientras de un lado se hallan quienes, desde una posición marxista (de Karl Marx) denuncian la ideología dominante en los libros de texto del pasado y se empeñan en sustituirla con la propia -el proyecto revolucionario por excelencia-, del otro se desatan campañas como la promovida por TV Azteca -que denuncia un virus comunista- o el PAN quien, igual que en 1960, hoy llama a destruirlos.
Desde que López Mateos creara la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, las disputas sobre sus contenidos no han remitido porque, dejando de lado las materias más técnicas -matemáticas, computación o química-, todo texto refleja la ideología de su tiempo, la de los poderes dominantes y las de sus autores. Como afirmaba Roland Barthes, no hay textos inocentes: en temas sociales e históricos, pero también científicos -en materias como la evolución o la educación sexual- es inevitable que haya posiciones encontradas, y no hay manera de que no sea así.
Si en algo tiene razón Marx -otra vez Karl, retomado por Arriaga- es en que los peores prejuicios de nuestra era estaban presentes en los libros anteriores: sin duda, componentes neoliberales, patriarcales, heteronormativos, machistas, racistas y clasistas se filtraban en sus páginas. Y también acierta al afirmar que han sido una inagotable fuente de discriminación: todo lo que pueda hacerse por desecharlos tendría que celebrarse. Por desgracia, la ideología -lo sabemos- es como el mal olor: uno solo siente asco frente al de los otros. Asumiendo sin fisuras el programa marxista, la SEP y su Marx local no se han contentado con denunciar la de sus adversarios, sino que se muestran decididos a reemplazarla con la suya: una visión tan sesgada como la previa.
A estas alturas, los críticos de la nueva ideología dominante en los nuevos libros de texto deberían abstenerse de revivir la posición oscurantista de los sectores católicos y reaccionarios, quienes querrían que los padres tengan la absoluta libertad de adoctrinar a sus hijos -aun si es para negar la evolución, transmitirles toda suerte de fantasías religiosas o negarles la menor educación sexual-, y exigir más bien que, en aquellos aspectos donde la interpretación de los hechos es más extrema, los libros de texto recojan las posiciones opuestas. Afirmaciones como la de que en México la desigualdad se debe a la mala distribución del ingreso o que el 3% de la población controla la mayor parte de la riqueza no deberían entrar en la discusión: se trata de datos verificables que los niños deberían conocer muy pronto.
La realidad es que poco de lo que se estudia en la escuela resulta útil para la vida adulta: si una misión deberían de tener los libros de texto -y los maestros- es contribuir a formar ciudadanos que a la vez sean tolerantes y críticos. Ello implica, sobre todo, enseñarles a serlo incluso consigo mismos, con sus padres, con sus maestros, con su sociedad, con cualquier libro, de texto o no, y con cualquier gobierno. Para ello, no basta con cambiar una ideología por otra: es imprescindible mostrarles el valor de la discusión y de la duda.
@jvolpi