Circulaba a muy alegres 92 kilómetros por hora por el cuarto cinturón tras el paso a desnivel de la vía férrea, cuando un retén de policías de tránsito me hizo orillar. Los avisos de límite de velocidad, en una vía poco transitada de seis carriles (tres en cada sentido), indicaban 60 km/h por lo cual me levantaron una infracción. Nada qué discutir, me mostraron la foto y la medición del radar, así que acepté la situación (por norma general nunca ofrezco dinero a la policía…) y dejé en prenda la tarjeta de circulación del vehículo. “Debe hacer una cita con el juez cívico, que se encargará de fijar su multa, que puede conmutarse por servicio comunitario”. La infracción traía los teléfonos y la dirección del sitio web donde debía pedir la audiencia. Lo intenté por teléfono, para mi sorpresa la atención fue óptima y pude agendar mi cita la víspera en un horario que me favorecía.
La atención en el juzgado no fue menos buena, y en cosa de minutos estaba en el estrado ante la juez que videograbó la audiencia (que duró cuando mucho 10 minutos) donde me declaré culpable, arrepentido y dispuesto a recibir mi condena. Entre los 1.800 pesos de la multa y el servicio comunitario decidí este último, pues tenían libertad de horario y actividades edificantes: barrer la calle o ayudar en el Parque Ecológico Irapuato-PEI. No conté, sin embargo, que la juez tuviera tan pesada la mano: me clavó 12 horas en total.
Ya no podía retractarme, si dejaba de hacer el servicio me cobrarían el doble de la multa, así que me apersoné en el PEI, y tras la broma de bienvenida del encargado, descubrí que los demás infractores, a pesar de haber conducido a mayor velocidad que yo, sólo purgaban sentencias de 6 horas… Recordé los versos de Henley: En las garras de las circunstancias / no he gemido ni llorado. / Sometido a los golpes del destino / mi cabeza ensangrentada jamás se ha postrado. Aunque me saqué el dramatismo absurdo y la exageración pensando que hay más tiempo que vida.
Al tercer día de trabajos, cuando ya había sembrado jitomate en una sementera y regado con manguera medio parque, otro convicto, mientras le dábamos vuelta con la pala a una montaña de composta (que los cuidadores del parque llamaban “basura”), se quejó de lo injusta que era la sentencia y me preguntó por qué no había pagado la multa. Me parece el servicio comunitario es una buena medida para retribuir algo a la sociedad y, al contrario de lo que opinan muchos AMW’s o mirreyes bien entrado el siglo XXI, el trabajo manual no tiene nada de indignante; creo en la igualdad y en que las multas además son una manera de educar a la población a respetar asuntos tan esenciales como las normas de tránsito. Si algo necesitamos en México es cultura vial.
Asoleado y con algunas efímeras ampollas, obtuve mi liberación y aproveché mi regreso al juzgado para preguntar por qué mi condena había sido mayor a la de los demás. Al recibir el formulario que me autorizaba recuperar me enteré de que la pena queda a criterio de la juez, no hay un tabulador preestablecido (algo que deberían considerar en aras de la igualdad); y para consolarme la funcionaria añadió: Si le fue bien, hay gente con hasta 16 horas…
Con la tarjeta de circulación en mano recordé de nuevo a Henley: Soy el amo de mi destino / Soy el capitán de mi alma.
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