El cambio climático nos ha hecho descubrir que nuestra peor estación es el verano. Una prueba del drama está en el armario.

Durante siglos, los capitalinos creímos que nuestro clima era fabuloso. Nadie necesitaba calefacción ni aire acondicionado. Este orgullo se basaba en las temperaturas, pero sobre todo en el optimismo. Aunque en invierno las casas estaban más heladas que las calles, preferíamos no hablar del tema (lo que se calla no existe). Combatíamos el frío con la calefacción interior que brinda el ponche y con la creencia de que los chiflones del pasillo se soportan con un suéter de Chiconcuac.

El cambio climático ha traído algo particularmente grave a un sitio que vive de ilusiones: el contacto con la realidad. Esto nos ha llevado a descubrir algo inconcebible en otras latitudes: nuestra peor estación es el verano.

Los turistas que llegan al Aeropuerto Benito Juárez vestidos con bermudas y camisa hawaiana encuentran un lúgubre horizonte que en unos minutos se desplomará sobre sus cabezas. La Ciudad de México vuelve a ser lacustre, no porque recupere el paisaje de Tenochtitlan, sino porque el drenaje no se da abasto y el agua brota de las alcantarillas. Por si fuera poco, nuestro verano dura cinco meses. La humedad hace que vivamos en un valle de reumas.

En Lo infinitamente pequeño, Josep Pla se quejaba de que, en época de frío, los comerciantes vendieran “pieles de gato para mantener las calorías del cuerpo”. Aquí prospera otra variante del comercio abusivo: la venta de paraguas efímeros hechos en China, nación que se supera tanto que llegará a ofrecer paraguas solubles que desaparezcan con el agua.

La prueba más inmediata del drama está en los zapatos. Quien no dispone de calzado náutico empapa sus pies en cada charco. Por desgracia, las horas de sol franco no bastan para secar zapatos.

En el documental Coda, el compositor Ryuichi Sakamoto comenta que los pianos son trozos de naturaleza sometidos a los caprichos del ser humano. Cuando un piano se desafina, revela un ímpetu a volver a su orden natural. Lo que para nosotros es un defecto, para las maderas es una relajación. Forzamos y distorsionamos los materiales en contra de su naturaleza.
Llego al núcleo de mi artículo. Cometí el error de guardar zapatos todavía húmedos y de manera involuntaria provoqué un microclima en el clóset.

Todo ecosistema está interconectado. Las masas de aire caliente, los vientos cargados de arena, los expansivos incendios forestales, los frentes fríos y las corrientes marinas demuestran que el clima circula y afecta otras geografías. El deshielo de Groenlandia causa inundaciones en el Caribe. En pocas palabras: mis zapatos arruinaron el armario entero. Las camisas parecen de lino, no por la suavidad de la tela, sino porque todas están arrugadas; las camisetas transmiten el sudor frío de las pesadillas; la bufanda de lana tiene aspecto de poliéster y la de poliéster no se puede desdoblar; los calzoncillos se han convertido en un reto para sobreponerse al encogimiento. Por un misterio tal vez atribuible a que representan una tiesa formalidad, sólo las corbatas permanecieron incólumes.

Pero la lección profunda del clóset es más grave: una vez que se destruye una parte del ecosistema, toda solución es difícil. Condené a mis zapatos a la Siberia del cuarto de azotea, pero la humedad, como las malas ideas, ya se había expandido. El enemigo climático habita en el pliegue de cada tela.

Los remedios caseros sirven de poco en estos casos. Un amigo me recomendó untar vinagre blanco en las paredes del armario. Me pareció buena idea hasta que lo abracé para despedirme y su suéter me olió a ensalada. Acudí a otro recurso -colocar frascos con sal marina o bicarbonato en los entrepaños-, pero su efecto es tan lento que tal vez sólo se note en la siguiente era geológica.
Busqué alivio en internet, ese laberinto de los desesperados. Un tutorial me llevó a combinar vinagre, bicarbonato y jugo de limón. La mezcla se debe poner en la lavadora donde habitualmente va el jabón. El resultado fue bueno porque eliminó el olor a humedad. El problema es que al regresar al clóset la ropa volvió a estar húmeda (por otra parte, el limón se ha vuelto tan caro que más vale reservarlo para otros usos).

El koan más famoso del zen dice así: “¿Cómo suena el aplauso de una sola mano?”. En respuesta, los capitalinos podemos responder con otra pregunta: “¿Cuánto dura el verano atrapado en el clóset?”.

 

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