Entre las decenas de coronas fúnebres que yacían a los pies del féretro del escritor, historiador, periodista, catedrático y dramaturgo mexicano Ignacio Solares, había una particularmente florida y olorosa con el nombre de “Francisco I. Madero”, como el personaje histórico del que tanto se ocupó Nacho. Hemos de decir que Madero, el otro estaba en una pequeña mesa entre otras obras del autor. “Nadie sabe quién la mandó. Es como un guiño del más allá; solo a Ignacio le pasaría esto”, dijo su viuda, Myrna Ortega, a nuestro periódico, a quien seguramente le comentaba mientras le describía la cantidad de “Maderos” que existían en la personalidad del revolucionario, el hermano, el esposo, el espiritista y el señor Presidente. “Gustavo fue, de alguna manera, un mártir, una forma de Cristo. Su historia es única, en la historia de este país. Gustavo tuvo que enterarse de los escritos espiritistas de su hermano Francisco y hay que decir que yo cuando escribí la historia de esos escritos tuve la fortuna de revisar los originales que tenía en sus manos el historiador, Manuel Arellano”, le dijo Nacho a Paco Ignacio Taibo II el día de la presentación organizada por el Fondo de Cultura Económica de Gustavo A. Madero. (El Universal).
Es cierto que Nacho tenía una forma muy especial de relacionarse con la muerte. No en balde su novela: No hay tal lugar es una guía que nos conduce para bien morir. “(La novela) tiene que ver con lo que para mí es la gran utopía: un ‘bel morir’. Y eso implica haber vivido bien. Muere bien quien vive bien. La gran esperanza del futuro es dárselo todo al presente, por eso hay que vivir plenamente cada momento”, recordó nuestro compañero Francisco Morales.
Nacho vivió muy bien pero también padeció la culpa que le inculcaron sus maestros jesuitas. Padeció sus demonios y sus ángeles, que lo acompañaban a todas partes, especialmente cuando era adolescente y se encerraba a leer en el sótano de su casa. Como dijo su mejor amigo, José Gordon, “Nacho como un escritor con lentes bifocales. No podía dejar de ver el infierno, pero tampoco el registro de lo sagrado”.
Profundo, inteligente, místico y religioso, como lo percibía desde que lo conocí hace muchos años, le me atreví a pedirle el prólogo de mi libro: La puerta falsa. A pesar del tema, acerca de 35 suicidas célebres, Nacho aceptó con una gran sonrisa y escribió: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla. Responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Así de manera contundente comienza: “El mito de Sísifo de Albert Camus, su alegato sobre el sentido existencial de lo absurdo. En efecto, ¿qué es lo que lleva a una persona a terminar con su vida? A pesar de todas las discusiones, análisis, hipótesis e intentos de comprensión, lo cierto es que el único que finalmente padece y conoce las razones de tan extrema decisión es el propio suicida”. Una vez que se pregunta cuáles habrán sido las razones de esta terrible determinación, termina diciendo lo que decía el escritor francés Guy de Maupassant, que: “siempre podemos abrir y pasar al otro lado, pues la naturaleza ha tenido un movimiento de piedad y no nos ha aprisionado”.
Si algo tenía Nacho era compasión por el otro, especialmente por el que sufría. (Su padre padecía de ataques de “delirium tremens” delirios alucinatorios provocados por el consumo excesivo del alcohol). Su mirada era casi la de un niño triste. De un niño que quería comprender todo sin juzgar. Por eso insistía en decir: “No reconozco más patria que la niñez”. Quiero pensar que al final de su vida lo que más le preocupaba era su país que conocía y quería tanto. “Yo digo que la violencia es veneno y la cultura es el antídoto. Todo lo que hagamos por la cultura, ya sea pequeñas gotas, van contra ese veneno que tanto nos agobia”, dijo en su homenaje al cumplir 70 años. Nacho hizo mucho por la cultura de su país, escribió muchos libros (La invasión con prólogo de Carlos Fuentes y traducido a varios idiomas, es una maravilla).
Antes de terminar quiero decir, que aquella corona toda florida y olorosa que posaba al ladito del féretro de Nacho, entre muchas otras, y en la que se leía Francisco I. Madero sí se la envió “el apóstol de la democracia”. Era una forma de decirle: “No te tardes, Nacho, aquí nos vemos para hablar sobre los eternos problemas de México”.
Gsz