A fines del siglo XIX, el filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, decretó la muerte de Dios. Muchos interpretaron este anuncio cómo el triunfo, al menos en Europa, de la sociedad secular y agnóstica producto de la victoria de la ilustración moderna. Quizás tengan razón, en cuanto a Europa, pues esa es la zona del mundo donde la mayoría de sus habitantes se describe como no creyente. Pero ese no parece ser el caso en otras latitudes del planeta, donde la religión sigue definiendo vidas y destinos.
Los ataques por parte del terrorismo islámico, ocurridos el 11 de septiembre del 2001, contra la torres gemelas en Nueva York y el Pentágono en Washington DC, despertaron a muchos del sueño secular. Fue un aviso de que el espíritu religioso, para bien o para mal, continúa siendo una fuerza profunda de la condición humana.
El filósofo agnóstico, Yuval Noah Harari, nos ha mostrado uno de los problemas de la modernidad postindustrial e hiper-tecnológica. Los nuevos adelantos en la inteligencia artificial nos presentan, si no se saben manejar bien, con un paisaje más bien distópico: el control total del ser humano por las máquinas.
Pero este escenario posible hace caso omiso de lo más íntimo que existe en la naturaleza humana y que nos distingue de los robots más sofisticados. Cosas en las que el espíritu religioso – aunque no sólo el espíritu religioso – ha puesto énfasis: el amor, la solidaridad, el sentido de la vida, el misterio de la naturaleza.
Es por eso que quizás este año haya recaído el Premio Nobel de Literatura en un escritor católico: Jon Fosse.
Autor noruego, Fosse es, sobre todo, un dramaturgo y novelista que imprime gran lirismo a su prosa. Sus temas son los que nuestra sociedad hipertecnologizada pretende abandonar y que han preocupado a los seres humanos desde que estos existen. Se pueden reducir a esto: la existencia humana no puede reducirse a la tecnologización de la naturaleza y de la sociedad.
En cierto sentido, los populismos del siglo XXI también son rebeliones contra esta tendencia a ver al ser humano como un dato o como un medio para cualquier otro fin. El problema es que, como lo hemos atestiguado, los populismos no proponen soluciones viables, sino que son un conjunto de callejones sin salida.
Nada más alejado de la mentalidad populista y autoritaria que la obra de Fosse. En ella se conjugan un temple liberal con una visión espiritual de la condición humana. En ella, la libertad se concibe como una gran búsqueda de sentido como respuesta a los más profundos dilemas que se despliegan en las peripecias de sus personajes en grandes obras de teatro, novelas y otros escritos.
Los miembros de la academia sueca describieron muy bien las razones para otorgarle el premio a Fosse. Lo recibió “por su prosa innovadora y por dar voz a lo que no se puede decir”. En el centro de la obra de Fosse hay un misterio que busca revelarse. A nosotros, sus agradecidos lectores, nos corresponde descubrirlo.
HLL