XXVIII domingo del tiempo ordinario
Siguiendo con el tema del Reino de los cielos, Jesús nos presenta la parábola del banquete de bodas que el rey preparó para su hijo, al que invitó a las personas distinguidas del pueblo, pero estas se negaron a asistir una y otra vez, por lo cual pidió a sus criados que salieran e invitaran a cuantos pasaran por los cruces de los caminos. “Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala del banquete se llenó de convidados” (Mt. 22, 1-14).
Esta parábola parte de un hecho histórico e incluye un trasfondo doctrinal muy profundo: resulta que en el pueblo, había muerto un publicano muy rico, que conmovió a todo el pueblo, recibió una sepultura con grandes honores y ese día la vida laboral del pueblo se detuvo. También murió un escriba tenido por muchos como justo, pero pobre; más su muerte pasó desapercibida para el común del pueblo. En adelante, este hecho fue motivo de grandes discusiones en las escuelas de los rabinos, quienes se preguntaban: ¿dónde está la justicia divina que no vela sobre los suyos y permite que los impíos sean honrados por todos?
La respuesta a los comentarios de los rabinos está en que aquel publicano realizó una obra buena, extraordinaria: cuando el publicano llegó al pueblo, buscando aceptación inmediata, preparó un banquete, al cual invitó a la gente distinguida: a los ricos, los fariseos, los escribas, sacerdotes, etc., pero como estos se creían santos y tenían por pecadores a los publicanos, consideraron que no era digno aceptar la invitación a esa fiesta. ¿Cómo contaminarse sentándose a la mesa con un pecador? Ante el desaire de la gente distinguida del pueblo, el publicano rico decidió invitar a todos los pobres del pueblo. Esa fue su obra, invitar a una fiesta de gala a todos los pobres; además, después de esto murió, por lo que ya no realizó ninguna obra mala que pudiera opacar su obra buena. El trasfondo doctrinal de la parábola es muy alto, ¿cómo puede ser que un ritualismo puritano de los principales del pueblo fuera tan alto, al grado de no aceptar a los demás, con el pretexto de que son pecadores y se pueden contaminar? ¿Dónde queda el amor, dónde está la caridad? Despreciando al publicano estaban despreciando a Dios, que ama a todos. En cambio, el publicano, tuvo un acierto: abrir su casa a los pobres e insignificantes.
Pues Jesús se pone en el papel del publicano, ya que en su banquete, en su obra de amor, no han querido participar los distinguidos del pueblo; pero Él ofrece su banquete de amor para todos, para los pobres, los pecadores, los marginados, pues la caridad divina no tiene límites. Precisamente, los fariseos y los escribas criticaban continuamente a Jesús que comía con publicanos y pecadores.
Pero viene la siguiente parte, al salir el rey a saludar a los invitados, encontró a uno que estaba sin el traje de gala propio de la fiesta, por lo cual el rey ordenó: “Átenlo de pies y manos y arrojarlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y la desesperación”. Dice San Gregorio que ese traje es la caridad. No podemos participar de la fiesta de Dios, si no nos ponemos el traje de gala de la caridad. A la fiesta de la fe, estamos invitados todos, pero necesitamos portar el traje de la caridad, pues la fiesta de Dios es una fiesta de amor.
Y cierra el Evangelio: “Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Dios nos invita a todos a participar de su fiesta, pero cuidado, ahí no pueden entrar los que se creen demasiado buenos y desprecian a los demás, tampoco pueden entrar los que no están dispuestos a vivir la caridad.
¡Señor, llénanos de tu amor misericordioso, sólo así podremos acoger a los demás con el amor con que tú nos abrazas a todos!