Ashkelon, Israel, cerca de la frontera con Gaza– Esto no es vida. Ni para los israelíes ni para los palestinos. Es en lo único en que los dos pueblos están de acuerdo. 

Una mañana salí de Tel Aviv, hacia el sur, cuando de pronto el cielo se llenó de puntitos blancos. Eran misiles. Y luego vino ese estruendo seco, succionando el aire, que ocurre cuando un misil de Hamás o Hezbollah es interceptado y destruido en el aire. Así funciona el llamado “domo de hierro”, el sistema antiaéreo de Israel que elimina, antes de caer, la mayoría de las bombas que lanzan en su contra.

El protocolo de seguridad, cuando vas manejando y viene un misil, es bajarte y esconderte detrás del auto. (Si te quedas dentro, no tienes escapatoria.) Así lo hice, esperé unos minutos con varios conductores al borde de la carretera hasta que explotaron los cohetes, y luego todos nos subimos a nuestros autos y nos fuimos. Como si nada hubiera ocurrido.

Había quedado de verme con el doctor argentino Claudio Cristal en el hospital Barzilai de Ashkelon, a 13 kilómetros de la frontera de Gaza. El hospital seguía funcionando a pesar de haber recibido el destructivo impacto de un misil unos días atrás. Comencé la entrevista y a los pocos minutos una fuerte sirena que alertaba sobre un ataque aéreo nos obligó a correr y a escondernos en el refugio antiaéreo del hospital. “Aquí estamos bien”, gritó el doctor. Le dije que aún se oían las bombas. Supongo que me vio pálido y me dijo: “No tenga miedo”. Le regresé la sonrisa más falsa que he tenido en toda mi vida.

Ahí en el hospital conocí a Itzik Horn, quien hacía varios días no se rasuraba la blanca barba. Dos de sus hijos habían sido secuestrados del kibutz Miroslav por los terroristas de Hamás el sábado 7 de octubre. Sus ojos azules estaban rayados por la angustia y la rabia. “La gente de Hamás hicieron una masacre del kibutz …”, me contó. “Falta mucha gente. … No saben si están vivos”.

Solté el micrófono, le puse la mano sobre la espalda y le dije, como padre, que esperaba verlo pronto con sus hijos. Ahí Itzik se quebró. Lloró y se puso la mano derecha sobre la cara. “Lo que te mata es no saber si están vivos o muertos,” logró decir entre sollozos. “Si han cortado a unos en pedacitos, si pudieron matar a bebés de ocho meses … ¿por qué no van a un rehén … quemarlo o torturarlo? Pero no hay que perder la esperanza”.

Salgo del hospital con el corazón apretado.

Y Gaza está ahí al ladito. Ese es otro infierno.

Entrar a Gaza durante los primeros días de la guerra era casi imposible. Estaba sellada. Nada entraba y nada salía. Ni agua, electricidad, comida, suministros o periodistas. El ejército de Israel la tenía cercada y Egipto no dejaba que nadie saliera por el sur. Pero la catástrofe humanitaria era patente. Las Naciones Unidas reportaba que alrededor de un millón de personas, casi la mitad de toda la población de Gaza, han sido desplazadas, sin casa, desde el inicio del conflicto y los bombardeos aéreos habían dejado a muchos civiles muertos y heridos. Las bombas no discriminaron entre terroristas de Hamás y la población en general, incluyendo niños.

Las imágenes de Gaza que vi por redes eran de un dolor gigantesco. Una niña sola, con dos ríos de sangre seca sobre la cara y esperando en un hospital, lloraba porque no encontraba a su mamá. Otro niño, con toda la cabeza vendada, consolaba a su papá, quien también estaba herido en una camilla. “Estoy bien”, decía el menor, “estoy bien”, mientras el padre sollozaba. Un hombre corriendo y llevando a su bebé inmóvil a quién sabe dónde. Las caras de desesperación de los padres cargando a sus hijos malheridos y buscando que alguien les ayude. Todos escondían historias de horror.

Los habitantes de Gaza saben que las noches son espantosas. No hay electricidad y los edificios tiemblan cuando caen las bombas. Lo peor es que no hay donde esconderse. Es cierto que la mayoría de los palestinos no tienen nada que ver con los terroristas de Hamás. Pero igual sufren las consecuencias de los bombardeos. No hay un lugar seguro en esta franja densamente poblada y sobrecargada de dolor.

Regreso a Tel Aviv y, al día siguiente, salgo a caminar junto con David, mi camarógrafo, frente a la playa. Necesito airearme, procesar todo lo que he visto. Pero aquí tampoco hay espacios para descansar de la guerra. Vuelve a sonar otra alarma de ataque aéreo y David me dice que es la primera vez que lo bombardean en una playa. No hay tiempo para correr a un refugio y veo a una mujer, vestida de blanco, tirada sobre la arena boca abajo, con las dos manos sobre la cabeza. Esa es toda su protección ante dos misiles que truenan en el aire. De nuevo, el domo …

En poco más de una semana he escuchado tantas alarmas de bombas que ya perdí la cuenta. Pero cada una te revienta los nervios. Y no descansas hasta que oyes a lo lejos que la bomba explotó y no te tocó a ti. Aprendes a dormir con la ropa puesta y un oído siempre alerta, y a tomar regaderazos de dos minutos. Estoy seguro de que cuando regrese a casa voy a brincar con cualquier ruido. PTSD.

Esta no es forma de vivir, ni para palestinos ni para israelíes.

Desde que las Naciones Unidas propuso en 1947 un plan para crear dos estados, Israel y Palestina (y un régimen internacional para Jerusalén), lo único que ha prevalecido es el odio, la violencia y la confrontación. Querer la destrucción de tu enemigo imposibilita cualquier tipo de negociación. Y ya es hora de imaginarse otra cosa.

Pero estos son tiempos de guerra. No de diálogo ni de esperanza. Y oigo los misiles explotando en el cielo y repito, como mantra, así no se puede vivir, así no se puede vivir, así no se puede vivir …

 

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