XXX domingo del tiempo ordinario
“No hagas sufrir ni oprimas al extranjero… no explotes a las viudas ni a los huérfanos, porque si los explotas y ellos claman a mí, ciertamente oiré yo su clamor; mi ira se encenderá…” (Ex. 22, 20ss). Así de clara y contundente es la sentencia de Dios, pero, por desgracia, seguimos generando unas estructuras económicas y sistemas de vida que matan. “Grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas, sin trabajos, ni horizontes, sin salida. Hemos dado inicio a la cultura del descarte” (Francisco, E. G. 53).
Los pobres no merecen ser explotados, ni excluidos, ni, muchos menos, usados como bandera política, económica o religiosa. Para este año, México avanzó 23 posiciones entre los países con más miseria en el mundo. Las mujeres, siendo un factor fundamental para sacar adelante a nuestro país, resulta que sólo dos de cada cien cuentan con más de veinte mil pesos al mes, cantidad mínima para lograr un desarrollo familiar y personal; y la mayoría de las mujeres rayan en la miseria. Parece que en México se ama mucho a los pobres, por eso se generan más y más. Hoy, hasta el campesino, que la está pasando mal, debe pagar impuestos por sus productos del campo y por sus animales, sumado a que los productos básicos para comer están todos los días a la alza, por lo que unos ya no comen frijoles porque no les alcanza.
Hace más de cuarenta años, el documento de Puebla nos hacia un llamado a hacer una opción preferencial por los pobres. No era un llamado a dar sobras o despensas, sino a trabajar por una liberación integral (Cfr. nn. 1134, 1135). Esto, desde luego, nos exige una autocrítica muy seria.
La falta de oportunidades también es una manera de ejercer y generar violencia. Hoy, tenemos el caso de Acapulco, donde nos impacta las destrucciones de edificios y vías de comunicación, pero ¿quién piensa en los pobres que han quedado sepultados?, y ¿por qué las respuestas de atención están tan desorganizadas?
La soberbia y la autosuficiencia de unos, ajena a una verdadera ética, ha generado los abusos y actos destructivos jamás imaginados. En consecuencia, encontramos sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona, por eso no pueden asegurar la justicia que prometen (Cfr. Benedicto XVI, Caritas in Veritate n. 34).
Ante este mal que mata, hoy Jesús nos recuerda el único remedio: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente”. Y, en consecuencia, “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22, 36-40). Lo único que nos libra de ignorar y lastimar a los otros es ponernos el traje del amor. Nos urge ser reeducados en el amor. Pero no el amor del discurso, ni del sentimiento espontáneo, sino el amor que es iluminado desde la grandeza del ser, como nos lo presenta el evangelio: amar con todo el corazón, con toda el alma y con toda la inteligencia.
La persona que no se atreve a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, siempre encontrará justificantes para no hacer lo mismo con el prójimo. El cardenal Karol Wojtyla nos enseñó que el amor siempre exige la misma calidad e integridad, sea dirigido a Dios o al prójimo (cfr. Persona y acto).
Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento… además, el amor crece a través del amor (cfr. Benedicto XVI, Dios es amor, n 18).
Cuando el ser humano de verdad se da la oportunidad de ser amado por Dios, el amor al prójimo surge como un imperativo, como una exigencia que le dictamina su propio corazón. Es entonces cuando el corazón queda impedido para ignorar, lastimar o cometer injusticias.
¡El amor nos hace existir!