Una vez que cayó Tenochtitlan, Hernán Cortés le envió al rey de España “lo que se hubo del despojo de México”. De acuerdo con el cronista Francisco Cervantes de Salazar aquel cargamento incluía 26 mil castellanos de oro, plumajes, joyas, mantas de algodón y una colección de piedras preciosas.

Cortés le envió al rey el cráneo y los huesos de unos “gigantes”, una vajilla de oro con incrustaciones de piedra, así como tres ocelotes, uno de los cuales se soltó “y mató a dos hombres e hirió a seis”.

El propio Cortés envió a sus padres 4 mil ducados, y muchos de sus hombres enviaron a sus familiares parte de lo que les había tocado como botín de guerra. Dos hombres de confianza, el capitán Alonso de Ávila y Antonio Quiñones, fueron designados para transportar, en tres carabelas, aquella riqueza.

En las cercanías de las Azores el temible corsario Jean Fleury inició la persecución de los barcos. La carabela en la que viajaba Quiñones logró escapar. Pero las dos naves que cargaban la riqueza quedaron en manos de los piratas.

Fleury pasaría a la historia como el corsario que arrebató a los españoles “el tesoro de Moctezuma”. El rey de Francia le había extendido la patente que autorizaba el saqueo con esta frase: “Quisiera ver la cláusula del testamento de Adán que me excluye del reparto del mundo”.

Cuenta Cervantes de Salazar que el esforzado Alonso de Ávila, figura crucial en la conquista de México, luchó a bordo de su nave todo lo que pudo. Pero se vio superado en número y cayó en manos de Fleury. El corsario no podía creer lo que había en las bodegas de los barcos. Toda esa riqueza se perdió.

Alonso de Ávila fue conducido a la fortaleza de la Rochelle, donde se le encerró en un aposento con intención de pedir por él un voluminoso rescate. Pasaría ahí, en soledad, tres largos años.

En ese punto de su relato de aventuras, el cronista Cervantes de Salazar comienza a reptar en el mundo de lo sobrenatural. La crónica se convierte en un cuento de fantasmas.

“Casi desde el primer día”, escribe, “todas las noches, sin faltar ninguna, después de apagadas las velas, de ahí a poco, (Alonso de Ávila) sentía abrir la cortina de su cama y echarse a su lado una cosa que, al parecer de andar e abrir la cama, parecía persona”.

Alonso de Ávila quiso tocarla, incluso abrazarla, pero “como no había cuerpo, entendió ser fantasma”.

El conquistador “hablóla, díxola muchas cosas e conjuróla muchas veces, y como no le respondió, determinó de callar y no dar cuenta al alcaide ni pedirle otro aposento porque no entendiese que hombre español y caballero había de tener miedo”.

Aquella presencia visitó al conquistador todas las noches. “Estando una tarde sentado en una silla, muy triste y pensativo –narra Cervantes de Salazar en su Crónica de la Nueva España–, se sintió abrazar por las espaldas, y echándole los brazos por los pechos, le dixo la fantasma: ‘Mosiur, ¿por qué estás triste?’”.

Ávila no pudo ver más que unos brazos que le parecieron muy blancos. Al volver la cabeza para buscarle el rostro, la fantasma desapareció.

Aquellas extrañas visitas duraron un año. Una noche, el alcalde de la fortaleza consintió en que un clérigo que se había hecho amigo del conquistador pasara la noche en el aposento. Le montaron una cama. El clérigo se recostó. Finalmente, cansados de hablar, cuenta el cronista, apagaron las velas.

Al poco tiempo el visitante sintió que alguien abría la puerta que él había cerrado con sus propias manos. Sintió que alguien abría la cortina y se echaba a su lado. Pero no había nadie.

Despavorido y espantado, dando grandes voces, el clérigo abrió la puerta y alborotó a la fortaleza. El alcalde y los guardias creyeron que el prisionero había escapado. Corrieron con armas y lumbre en las manos. El clérigo gritaba que el demonio estaba suelto en aquel cuarto.

Ávila sonreía en su cama. Relató entonces lo que había vivido noche a noche durante todo ese tiempo. Escribe el cronista Cervantes que “maravillóse mucho el alcalde, y los que con él venían”.

Al soldado de Cortés terminaría por pesarle haber revelado la existencia de la fantasma. Porque después de haberle abrazado y hablado tan amorosamente, tal vez se sintió traicionada.

Nunca más volvió a aparecer.

Alonso de Ávila estuvo en la Rochelle hasta que en 1525 el rey Francisco I fue hecho prisionero en la batalla de Pavía (la espada que entregó permaneció en España durante 283 años) y, “por concierto y conveniencia”, se realizó un intercambio de prisioneros franceses y españoles.

La crónica de Cervantes de Salazar, escrita en 1560, quedó perdida durante más de 350 años, hasta que el erudito Francisco del Paso y Troncoso la localizó, sepultada entre archivos cargados de tiempo.

Del Paso fue el primero en leer este antiguo y sugerente relato de fantasmas. Debió maravillarse como el alcalde de la Rochelle. Debió maravillarse como nosotros.

 

@hdemauleon

 

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