Voy a contar una historia que tardé casi cincuenta años en entender.
Todo ocurrió en un lejano taller literario. Cada miércoles fracasábamos en el intento de convencer al maestro de que sabíamos escribir cuentos. Sólo un alumno se salvaba del reproche. Lo llamaré Fermín Arellano. Sus textos eran aprobados sin demasiadas enmiendas y mostraban un rasgo ajeno a los demás: tenía voz propia.
El resto del grupo imitaba a Cortázar, salvo David Zuloaga, cuyo estilo se mantenía en secreto, pues jamás llevaba un cuento.
Fermín no sólo destacaba: lo hacía a cada rato. Cada tercer miércoles, abría el portafolios que usaba en su trabajo como pasante de abogado y sacaba carpetas con documentos legales hasta llegar al fólder rojo que contenía un cuento trabajado con el rigor del que nosotros carecíamos. Su portafolios era una metáfora del taller: la buena prosa coexistía con documentos pésimamente redactados.
Sólo un detalle mitigaba nuestra envidia: Fermín Arellano era insoportable. Nunca decía un elogio ni prestaba un lápiz. Sus párpados, levemente caídos, enfatizaban la mala opinión que tenía del prójimo.
Tal vez su arrogancia habría disminuido en caso de que otro destacara. Nuestra impericia le permitía perfeccionar la estupenda opinión que tenía de sí mismo.
David, en cambio, era tan humilde que desperdició un nombre superior a un seudónimo. Se llamaba León Davídovich, en honor de Trotsky, porque su padre militaba en la Cuarta Internacional. Sin embargo, en una época en que todos queríamos ser escritores rusos, él prefirió llamarse David.
Cuando alguien leía un texto horrible y dolorosamente autobiográfico, la tensión sólo era relajada por un chiste de David. Sus comentarios carecían de sentido crítico, pero resultaban emocionalmente oportunos. Si alguien tosía, él sacaba un caramelo.
Pasaron meses sin que mostrara otra cosa que simpatía hasta que el maestro lo conminó a llevar un texto.
Al siguiente miércoles, Fermín iba a abrir su fólder rojo, cuando el maestro lo atajó, señalando a David, que sostenía unas cuartillas con manos temblorosas. La sesión estaría dedicada al joven que no quiso llamarse León Davídovich.
Para nuestra sorpresa, el relato era estupendo. Aunque fue leído con nerviosismo, transmitió una sencilla maestría. El protagonista era un chico pobre y supusimos que David había pasado por carencias que recreaba con autenticidad. Le llovieron elogios mientras el fólder rojo regresaba al portafolios sin ser abierto.
Una semana más tarde ocurrió el núcleo de esta historia. Con punitiva precisión, Fermín Arellano demostró que David Zuloaga había copiado un cuento del escritor chileno Manuel Rojas, desconocido en México. El inculpado oyó la acusación como un disidente en los Juicios de Moscú. Confesó que su padre tenía un libro de Rojas, confesó que calcó cada palabra, confesó que lo hizo para seguir con nosotros, pues nunca había pensado escribir nada.
Abandonó el taller y no volvimos a saber de él. Lo imagino animando reuniones que lo merecían más que nosotros.
Lo peculiar de la historia es que tampoco Fermín regresó al taller. Los cuentos que guardaba en su fólder rojo dejaron de ocurrir. Nunca publicó un libro. De algún modo supe que trabajaba en uno de los muchos tribunales que complican la justicia.
No entendí lo ocurrido hasta que, hace apenas unas semanas, visité la Casa del Agua, en Centla, Tabasco, donde el río Grijalva confluye con el Usumacinta. Recorrimos el delta en una lancha, en compañía del biólogo Juan Carlos Romero Gil, que ha dedicado su vida a la conservación de la naturaleza. Rodeados de pantanos y manglares, nos habló de inundaciones, especies en extinción, la feraz y amenazada vida de los trópicos. Cuando avistamos zopilotes que volaban en espiral, Romero Gil explicó la importancia de las aves carroñeras para purificar la naturaleza: “El que mata un zopilote pierde la puntería”, añadió.
La frase llegó como un proverbio. El cazador no debe abusar de su fuerza. Si aniquila de manera inútil, se debilita.
Entendí lo ocurrido hace casi medio siglo. Fermín denunció con innecesaria crueldad a David. No le bastaba ser el mejor; necesitaba que nadie más lo desafiara. Derrochó su puntería y no volvió a disparar.
Cada grupo requiere de alguien que preserve la cohesión y elimine desechos emocionales. Sin David, el taller se volvió tedioso. Todos querían ser águilas y faltaba el zopilote.
Gsz