XXXII domingo del tiempo ordinario
“Radiante e incorruptible es la sabiduría: con facilidad la contemplan quienes la aman y ella se deja encontrar por quienes la buscan” (Sab. 6, 12). Basta amarla para contemplarla; buscarla, para encontrarla (Prov. 8,17). Es dichoso quien la prefiere por encima de las riquezas y de la fama.
Estas palabras del libro de la sabiduría expresan la reflexión de un hebreo orante que está preocupado por los problemas existenciales que limitan al ser humano para encontrar el camino de la verdadera felicidad. Para los grandes clásicos de la filosofía, sin la sabiduría no se puede ser feliz.
Entre los valores más sublimes, la sabiduría es lo más grande, porque nos une con quien da plenitud. Mientras la saturación, desordenada, de los bienes materiales sofocan el corazón. “A los que son dignos de ella, ella misma sale a buscarlos por los caminos; se les aparece benévola y colabora con ellos en todos sus proyectos” (Sab. 6, 16). Pero cuando el corazón se ciega por la soberbia o se vuelve tímido por los miedos, la sabiduría no puede acompañar ni iluminar los proyectos humanos.
Comenta San Agustín que la sabiduría “conserva el equilibrio, sin excederse demasiado ni limitarse más de lo que pide la plenitud. (El ánimo) excede por la lujuria, la ambición, la soberbia y otras pasiones del mismo género, con que los hombres intemperantes y desventurados buscan para sí deleites y satisfacción de dominio. En cambio, se limita y se coarta con la avaricia, el miedo, la tristeza, la codicia y otras afecciones, pues por ellas los hombres experimentan y confiesan su miseria” (De la vida feliz, cap. IV).
La sabiduría se ha encarnado y personificado en Jesús, el Hijo de Dios. Él nos ha enseñado que la sabiduría nos permite conocer y disfrutar de Dios. Pero cuando el corazón no está en vela, se pierden las mejores oportunidades de la vida, especialmente la oportunidad de disfrutar de la presencia de Dios.
Jesús es la sabiduría divina que hoy nos dice: estén con las lámparas encendidas. Las vírgenes que tenían preparadas sus lámparas entraron a disfrutar de la fiesta de la boda y las que no, se quedaron fuera.
La sabiduría no sólo ilumina el corazón para las grandes decisiones, sino que, además, lo mantiene despierto, siempre en espera de lo más importante. De ese modo, la sabiduría evita que el corazón sucumba en la tibieza, la indiferencia, la mediocridad o el apego a las cosas del mundo que empolvan el corazón, haciendo que se olvide de los bienes más sublimes.
Si hacemos una encuesta para preguntar quién quiere ser amigo de Dios, sin duda la mayoría dirá que sí lo desea; pero si hacemos otra para medir quienes viven sustentando su vida en la sabiduría que viene del evangelio, posiblemente los resultados no sean tan favorables. Así pasó con las doncellas de la parábola del evangelio y así pasa con la humanidad; la mayoría queremos estar en la fiesta, pero no todos tomamos la sabiduría como camino de vida. El dinero, la fama, el poder, el placer, etc., aquí se quedan. Lo que mejor nos puede acompañar en el peregrinar de esta vida y en el tránsito final es la buena amistad que tengamos con Dios y el modo de apoyarnos en su sabiduría.
“Señor, tú eres mi Dios, a ti te busco, de ti sedienta está mi alma” (Ps. 62).