El sexenio languidece y los fracasos se acumulan. Salvo contadísimas excepciones, no hay rubro en el que los datos, que no sus propias declaraciones, nos muestren errores, ausencias o traslapes por parte del presidente López Obrador y de sus equipos de trabajo. Lo que en un momento fue una poderosa y esperanzadora narrativa, es hoy un triste remedo para desviar la atención y tratar de llegar y vencer en las elecciones de junio de este año. López Obrador se dio el lujo de considerar que el Gobierno, y con él la realidad misma, podían ser tratados de manera performativa. Que bastaba con enunciar el siguiente paso, la próxima etapa, la acción concreta o general a realizar para que esta, la realidad, se transformara con la enunciación por él emitida.
El fracaso sexenal se está aparejando con la nueva etapa de su gobierno y de su biografía. Todavía no es capaz él de contarse, mucho menos de enfrentar, lo que empieza a asomarse en el horizonte. Sus seguidores y, sobre todo, sus coros, no quieren hacer un corte de caja. Pretenden ocultar con discursos, caricaturas e insultos lo que muchos dan por descontado. La ilusión se mantiene en parte por el individuo que la sostiene, aun cuando en realidad se espera que la sucesora enderece los entuertos. Que con ella finalmente los logros se alcancen. La huida del presente comenzó hace tiempo. Se argumenta que la brevedad del lapso encomendado fue insuficiente, que la profundidad de los problemas es mayor a la esperada, que la saña de los adversarios es prácticamente ilimitada. Lo único que ya parece importar es el relanzamiento del proyecto para que, ahora sí, en el nuevo sexenio se catalicen los esfuerzos y las aspiraciones desvanecidas en el presente.
Al igual que sucede con los fracasos -o tal vez como mera expresión de ellos-, en los años por venir se harán visibles sus tristes efectos. Una cosa es acusar a los enemigos y otra muy distinta proporcionarle servicios de salud a la población. No es lo mismo hablar de los pecados neoliberales a generar una recaudación suficiente como para cubrir el gasto y los servicios de la deuda pública. Con el transcurrir de los días, los errores y las omisiones se manifestarán como causas generadoras de los problemas que seguirán presentes. Será entonces cuando aparezca la interesante y muy humana pregunta sobre las responsabilidades y los responsables. Sobre a quién hay que atribuirle el mal estado de los diversos campos sociales, económicos o jurídicos, por ejemplo. Concomitantemente, surgirán las preguntas acerca de los orígenes o causas de tales errores y omisiones. Finalmente, sobre las posibilidades y modos de determinarlos y sancionarlos.
Las respuestas que surgirán pueden adelantarse desde ahora. Más allá de las consabidas justificaciones -que también las habrá-, una parte importante de los fracasos sexenales serán imputables en exclusiva a López Obrador y a su personal estilo de gobernar. A la manera en la que ha tomado decisiones, ha desplazado a colaboradores y a su necesidad de rodearse de aduladores. Así como a la suposición de que es mucho lo que sabe y mucho, también, lo que con su voluntarismo puede lograr. Otra parte de las responsabilidades se hará recaer en algunos de los funcionarios que han querido acompañarlo en su aventura. Aquellos que, a sabiendas de su incapacidad, aceptaron un cargo. Los que, por seguidismo, decidieron participar en absurdos, con independencia de la justificación sobre la naturaleza social o progresista de un proyecto que nunca tuvo tal dimensión. En la lista de responsables quedarán también aquellos que, desde fuera del gobierno, pudieron beneficiarse de él para proteger sus legítimos bienes, sus viejas prebendas o medrar abiertamente de la confusión o de la ambición del grupo en el poder.
Cualquiera que vaya a ser la construcción de las responsabilidades, lo cierto es que la corrupción con y desde el Gobierno será un elemento común y constante. Lo que ha ido apareciendo sobre la manera en la que propios y extraños se han servido del patrimonio público, tiene ya un nivel tan grande y escandaloso que difícilmente podrá ser desdeñado por quienes nos gobernarán.
En el ir y venir de los próximos meses habrá un elemento de particular importancia que, también desde ahora, es previsible. En sus afanes por serlo todo de cara a una historia con la que supone dialogar y en la que imagina estará, López Obrador ha querido concentrar la mayor cantidad de poder para tomar la mayor cantidad de decisiones. Todos lo hemos escuchado decir que él, y solo él, es responsable de tal o cual determinación en una variedad muy amplia de asuntos. Este modo de satisfacer una necesidad psicológica —que no necesariamente corresponde a las facultades presidenciales— hará necesario dilucidar, con detalle y técnica, su participación en los distintos campos en los que vaya haciéndose necesario definir al responsable y a sus responsabilidades. Tal como él lo ha querido, sus pretensiones participativas son correlativas a su obligación.
Supongo, desde luego, que López Obrador no aceptará, porque nunca lo ha hecho, ser el causante de ninguno de los males que en su periodo se han producido. No lo veo admitiendo el agravamiento de la violencia, la inseguridad o las desapariciones forzadas, por citar tres ejemplos. Más bien lo veo, porque siempre lo ha hecho, atribuyéndole a otros lo que en sana lógica es de su incumbencia. Lo que haya de acontecer en caso de que las responsabilidades se exijan, habrá de tener un desarrollo particularmente dramático.
Como en todo proceso de cambio político, es previsible que en el próximo sexenio se ordene enjuiciar a uno que otro servidor público del actual, comenzando desde luego con las que se consideren piezas inferiores o de plano visibles y comprometidas. En caso de que las cosas no vayan bien, es probable también que los niveles de persecución se eleven para comprometer a más personas de mayores jerarquías. Pienso que el hilo conductor —si no de todo, sí de una parte importante de los procesos— será la corrupción. Es esta tan grande y generalizada que, salvo que se quiera formar parte de ella, habrá que denunciarla y enfrentarla. La pregunta que surgirá tiene que ver con la posición que, repito, López Obrador ha querido darse. Si él lo decidió todo y en todo estuvo, ¿cuál es su nivel de participación en los actos de corrupción llevados a cabo en su Gobierno?, ¿en efecto supo y mandó, o no supo y no mandó? Lo primero lo haría corrupto; lo segundo, irrelevante.
Las líneas de defensa de López Obrador serán varias. Desde luego, y en primerísimo lugar, la culpabilización a quienes, no estando en su Gobierno, hicieron todo lo posible para destruirlo. Después, aludirá a las manzanas podridas que hubo en el canasto de su Administración o de su movimiento. De seguir avanzando las cosas, apuntará a la dificultad, entonces sí reconocida, de saberlo todo y de estar en todo lo relativo al gobierno de un país como México. Si todo lo anterior llegara a fallarle y a López Obrador se le reclamaran de un modo u otro sus responsabilidades, apelará a una y final defensa. A una línea que no sé qué tanto previó pero que, seguramente ahora, ya tiene identificada. El involucramiento de las fuerzas armadas en una amplísima cantidad de tareas no relacionadas con la disciplina militar.
Cuando a López Obrador se le reclame el mal funcionamiento o la corrupción en las obras, servicios o tareas, sea por su mala ejecución, su asignación o sus desvíos, podrá colocarse detrás de las fuerzas armadas. Si no en todos los casos, seguramente sí en una parte importante de ellos, él y todos quienes con él quisieron participar estarán colocados detrás de las líneas militares; prácticamente a modo de trincheras. Para poder llegar a los verdaderos responsables habrá que pasar por encima de quienes decidieron o se vieron forzados a sumarse a un movimiento y a una persona que supuso que alcanzaría muchos y variados logros por naturaleza o por su destino.