Por Luis Miguel López Díaz

—¡Mamá, es la quinta vez que surtimos la despensa en el mes!

—Muchas gracias, hija. Dios se los va a recompensar a ti y a tu hermano.

—Pero, ¿qué haces con toda la comida? -le recriminaba la enojada hija a la anciana en silla de ruedas-. Eres una desconsiderada. ¿La estás tirando?

—¡Son los duendes, hija! Son muy comelones, siempre tienen hambre.

—¡Ahora sí te vas a quedar sin televisión ni horno de microondas! -continuando la hija con la reprimenda-. Ya no están en la casa nuevamente.

—Son los duendes, hija. A lo mejor los escondieron por ahí, ya aparecerán, ten fe. Decía la ancianita tratando de aminorar el regaño. Pero su hijo añadió.

—Tampoco tienes el teléfono móvil. ¡Ya lo perdiste nuevamente!

—Bueno, al menos una buena noticia -dijo la hija-. ¡Así ya no vas a molestarnos con tus constantes llamadas para saber qué hacemos o dónde estamos!

—Sí, hija, lo que tú digas. Esos duendecitos también cargaron con el teléfono que me regalaste el día de las madres, más tarde aparecerá, ya verás.

—¡Y mira nada más, otra vez toda golpeada! Le gritaba muy molesto su hijo.

—¡Es la segunda ocasión en este año que te fracturas ese brazo y esos moretones en la cara no se te quitarán tan fácil! -continuó el colérico primogénito y añadió-. ¡No quiero que los de la Cruz Roja me molesten en mi trabajo para decirme que ya estás en el hospital nuevamente!

—Son los duendes, hijo mío, son muy traviesos. Ya ves, a mi edad ya no resisto sus inocentes bromas. En esta silla de ruedas no les aguanto el paso.

La mujer ya desesperada, toma por los hombros a la maltratada anciana y sacudiéndola violentamente le pregunta:

—¿Dónde están esos pin… duendes? ¿Están ahorita aquí?

La anciana haciendo un esfuerzo sobrehumano por abrir el ojo derecho, que era el menos golpeado, limpiándose la sangre de la boca, al mismo tiempo que con sus artríticos dedos guardaba en un pañuelo rojo los dos últimos dientes que le quedaban. Invitó a sus dos hijos a que se acercaran a su silla de ruedas, se llevó su deformado dedo índice a la boca, haciendo la señal universal de silencio y casi en secreto, con una voz llena de sabiduría y paciencia les confesó lo siguiente.

—Sí están aquí los duendes, pero no los molesten. Ya me las arreglaré yo sola. Solo déjenme unos centavitos para mis medicinas y vuelvan con sus familias, que los han de extrañar mucho.

De mala gana y dándole un puntapié a la silla de ruedas, el hijo le arrojó unos cuantos billetes a la anciana, los cuales cayeron sobre sus piernas, cubiertas por una cobijita de figuras infantiles de borreguitos.

—¡Los duendes, los duendes, todo lo hacen esos pin… duendes! -gritó el hijo y tomó violentamente a su hermana por el brazo, señal de que se retiraban.

Los enfurecidos hijos salieron de la casa azotando el pesado portón de la entrada.

En un acto perfectamente sincronizado con el sonido al cerrar de la puerta principal, aparecieron dos fornidos jóvenes, no pasaban de los veinte años. Habían estado escondidos entre las cortinas de la habitación de la octogenaria. Se acercaron a la anciana y sin ningún consentimiento ni miramiento, uno de ellos le arrebató con fuerza y violencia los billetes que ya tenía la anciana en su arrugado y pecoso puño derecho. Ella no dijo ni una sola palabra ni emitió sonido alguno, ni siquiera levantó la magullada cabeza.

El otro, con una tremenda carcajada burlona, se dirigió a ella:

—¡Aquí nos vemos la semana entrante, abuelita!

Luis Miguel López Díaz, nacido en 1974 en Uriangato, Guanajuato, es un ávido lector de cuentos y novelas, especialmente de autores latinoamericanos. Ha publicado en La Trinca del Cuento, Alas de Cuervo, Komala y Mítico, estas dos últimas con distribución internacional. Además, publicó el cuento infantil El Guardián de los Volcanes en la Sociedad Científica Mexicana de Ecología, así como en la antología Los Cuentos del Gato. Hace parte del Taller de lectura y escritura de la Red de bibliotecas de Uriangato, coordinado por Carlos Jafar López Ortiz de donde proviene este relato.

 

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