En 2016, durante la campaña a la Presidencia de Estados Unidos, recordé en este espacio una novela que anticipaba el triunfo de Donald Trump: Eso no puede pasar aquí, de Sinclair Lewis, publicada en 1935, mientras Mussolini invadía Etiopía y Hitler suspendía los derechos civiles de los judíos. En Estados Unidos, el gobernador de Louisiana, Huey Long, lanzó una cruzada contra el gobierno de Roosevelt. Lewis advirtió la amenaza que se cernía sobre su país: un candidato de derecha encandilaba a los electores porque era percibido como un outsider que criticaba sin reservas ni decoro a los políticos convencionales. Un demagogo machista y discriminatorio, enamorado del poder y del dinero, podía acceder a la Presidencia.

Inspirado en Huey Long, Lewis escribió en dos meses su novela It can’t happen here (Eso no puede pasar aquí) sobre un político que en 1936 gana la Presidencia prometiendo instantáneo bienestar. Ya en el poder, elimina las garantías civiles, anuncia que México y Rusia son una amenaza, blinda la frontera, proclama la ley marcial, asesina a los disidentes y consuma en forma trágica el anhelo de acabar con el sistema.

Los paralelismos con la elección de 2016 eran pasmosos. La amenaza regresaba en la figura de Trump. Pero a pocos les importó. Milan Kundera señala que vivimos en el “planeta de la inexperiencia” porque rara vez acatamos lo que ya ocurrió. El pasado se ha convertido en un trabajo para especialistas. Esto explica que los fracasos de otros tiempos sean presentados como novedades. Ocho años después, de manera pasmosa, Trump puede volver a ser presidente de Estados Unidos.

Acudo a otra novela de un estadounidense que anticipa no sólo a Trump sino a sus seguidores: El mentiroso, escrita por Henry James en 1888.

La historia trata del sufrido pintor Oliver Lyon, que en su juventud pretendió a Everina Brant. Ella lo rechazó y se casó con otro, el coronel Capadose. Años después, Lyon coincide con la pareja en una de esas reuniones de sociedad, llenas de ambigüedades y sobreentendidos, que tanto intrigaron a James. Con su adiestrada vista, el pintor estudia a su rival. El coronel es un hombre apuesto, carismático, que destaca en la cacería y la conversación. Pero su encanto incluye un vicio: es un mentiroso compulsivo. En este reencuentro, Everina brinda a Lyon un premio de consolación; le dice que admira sus pinturas. Él, por supuesto, preferiría que admirara su persona. La tensión entre vida y arte, tan frecuente en James, domina la historia.

Lyon se propone desenmascarar a su rival por medio del arte. Habla con el coronel y le propone retratarlo. Desea hacer una pintura capaz de captar, no sólo sus atractivas facciones, sino su temperamento, es decir, su espíritu embustero. Lo logra, y a tal grado, que el coronel apuñala el cuadro. Como buen mitómano, inventa una excusa para no ser culpado, pero su mujer sabe que él causó el estropicio. Llega, al fin, la oportunidad de que condene la hipocresía de su marido. Gracias a sus pinceles, Oliver Lyon se siente a punto de recuperar a la mujer, pero ella toma partido por el hombre que ama: sabe que miente, pero no le importa.

Son muchos los que prefieren preservar el engaño que determina su vida; si les quitaran la venda que cubre sus ojos, eso no necesariamente sería un alivio.

James escribió El mentiroso sin saber que su país sería gobernado por alguien similar al coronel Capadose. Curiosamente, en sus cuadernos de notas bosquejó la historia con otro final: Everina apoya la mentira de su esposo, pero luego lo detesta. El giro maestro consistió en hacer que la mujer fuera cómplice de la estafa: no sólo tolera, sino que en cierto modo necesita que le mientan.

“La verdad es siempre revolucionaria”, escribió Gramsci, lo cual significa que raras veces es ejercida por un político. En su primer año de gobierno, Trump dijo 2,140 mentiras registradas por el Washington Post; “corrigió” cada falsedad con otra falsedad: de la verdad relativa pasó al imperio de la posverdad.

Una y otra vez los medios lo “desenmascararon”, pero eso importó poco. Sus seguidores no querían la verdad. De ahí que, en pleno ejercicio de su megalomanía, el candidato republicano dijera que podía dispararle a alguien en la Quinta Avenida sin perder votos.

La verdad no ha dejado de ser revolucionaria. El problema es que se localiza en una esfera que importa cada vez menos: la realidad.

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