En las últimas semanas y en cualquier motor de búsqueda por internet, si usted escribe la palabra “brote”, tendrá a la mano multitud de resultados sobre sospecha de sarampión en nuestro estado, síndrome de Guillain Barré en Tlaxcala, tosferina en España, cólera en Zambia o leptospirosis en Manchester, por citar algunos.
De acuerdo con los Centros para la Prevención y Control de Enfermedades (CDC) de Estados Unidos, un brote se define como la ocurrencia de más casos de una enfermedad en particular en relación con los que se esperarían en cierto tiempo y lugar específicos. Esta definición aplica de manera particular para enfermedades infecciosas, las cuales son generadas por agentes que se transmiten directamente de persona a persona, exposición a reservorios animales o ambientales o transmitidos por vectores. Los brotes, variables en tamaño y severidad, tienen un impacto significativo en centros de atención médica, comunidades o regiones.
En los últimos 20 años hemos sido testigos de un incremento marcado de este tipo de afrentas epidemiológicas causadas por enfermedades emergentes o reemergentes y a pesar de que tenemos “experiencia”, estos problemas siguen ocurriendo y generando presión en los sistemas de salud. La complejidad de cada brote es única en términos del patógeno involucrado, su modo de transmisión y la población que afecta, lo que hace un desafío generalizar las lecciones aprendidas en un evento para manejar otros. La globalización, con los viajes incrementados y la interconexión mundial, provoca que la dispersión de enfermedades sea mucho más rápida y eficiente a través de las fronteras, por lo que la contención y el control se hacen más difíciles, en especial para enfermedades de alta contagiosidad.
De la misma manera, factores económicos y sociales como la pobreza e inequidad contribuyen a la persistencia y diseminación de enfermedades infecciosas, lo cual, sumado al acceso limitado a servicios de salud, hacinamiento y pobres servicios básicos o de higiene, exacerba la presencia de brotes. Es notorio el efecto de la desinformación y la limitación de la comunicación efectiva, ya que la información aberrante, rumores e incluso conspiranoia, hacen más arduo lograr impactar con esfuerzos de salud pública y si bien las estrategias de comunicación clara y transparente son imperativas, no son alcanzables en la mayoría de las ocasiones.
Es importante señalar también que la resistencia a los antimicrobianos, generada por el abuso y mal uso de antibióticos y otros agentes terapéuticos relacionados, ha condicionado la emergencia de patógenos resistentes a múltiples fármacos lo que complica tratamientos y esfuerzos de control para enfermedades infecciosas. Sumado a lo anterior, factores políticos, falta de cooperación interinstitucional y, apelando a la sinceridad absoluta, la complacencia y fatiga de las personas, profesionales de la salud, sistemas de salud y gobiernos, han contribuido a que los brotes hayan aumentado últimamente, sin dejar de lado que en multitud de ocasiones el consejo de expertos y el apego a la evidencia científica puntual son ignorados.
Atender de manera integral estos problemas de salud pública es una necesidad, pero también una obligación. La detección temprana y la atención oportuna son la única manera de limitar el daño a individuos, sociedad, economía y confianza en los sistemas sanitarios. Sistemas de salud públicos y privados: inviertan en recursos humanos, materiales, tecnológicos y de infraestructura, así como en educación y adiestramiento para ser capaces de prevenir estas adversidades y dado el caso que se presenten brotes, poder hacerles frente de manera cabal. Es tiempo.
Médico Especialista en Patología Clínica, Profesor Universitario y promotor de la donación voluntaria de sangre.