Hace un par de semanas caí casualmente en la premiación de los premios Óscar, un galardón que considero cada vez más dedicado a lo políticamente correcto que al buen cine. Este año, con el conflicto palestino como telón de fondo, me sorprendió que la mejor película extranjera fuera la británica Zona de interés, sobre la novela homónima de Martin Amis, que desarrolla la vida de la familia de Rudolf Höss, paralela al exterminio en el campo de Auschwitz.
Muy insípida, con escenas larguísimas de homenaje a Fritz Lang, se concentra en la vida acomodada de Höss y esa banalidad del mal tan bien delineada por Ahrendt tras el juicio de Eichmann. Esa lentitud y exasperante cotidianeidad aburre aún con la actuación de los protagonistas, en particular la de Sandra Hüller, que encarna a la mezquina esposa de Höss. El sonido y música causan un extrañamiento muy similar a lo desplegado en el remake bélico de Sin novedad en el frente, producción alemana nominada a mejor película el año pasado. En general, no me quedó buen sabor de boca al verla como ganadora, y menos ver a comentaristas y asistentes tan pendientes de una película tan floja y superficial como Barbie. Aunque me sentí gratificado porque Oppenheimer se alzara con los principales premios.
Tras haberla visto esta semana, El reino animal, película francesa del año pasado, dirigida por Thomas Cailley me pareció la gran ausente en los Óscares. Un trabajo mucho más creativo y profundo, valorado al competir en su país por los César, donde obtuvo más nominaciones que Anatomía de una caída, que estuvo nominada este año al Óscar como mejor película. Sin embargo, esta última acaparó los principales premios galos.
El reino animal nos narra un mundo donde los seres humanos por razones desconocidas empiezan a mutar lentamente hasta convertirse en animales. Romain Duris encarna de forma magistral a François, padre de Émile, en un momento de crisis familiar: su esposa se encuentra confinada en un sanatorio mientras se transforma en una especie de oso. Mientras la ciencia busca dar con la cura, las ciudades empiezan a llenarse de criaturas tipo La isla del doctor Moreau: aves, pulpos, camaleones, arañas, morsas… Ante tan extraña anomalía la sociedad se divide entre quienes desean confinar a los bestioles (sabandijas) y quienes están dispuestos a convivir con ellas. El estado impone lugares de confinamiento y tras el ataque de la madre a su hijo, la familia debe trasladarse al sur para estar cerca del “zoológico” donde se resguardarán a quienes por su incompresible condición se catalogan de “enfermos”.
Al poco tiempo de llegar al pueblo gascón donde ha conseguido trabajo como cocinero, François descubre que el convoy donde viajaba su esposa ha sufrido un accidente y decenas de bestioles han escapado a los bosques. A partir de entonces inicia su búsqueda por encontrarla antes de que lo haga el ejército o los cazadores locales. En paralelo, Émile descubre tras entrar en la escuela que también se está transformando como su madre.
La película, más allá de los grandes discursos pandémicos o la parafernalia de la cacería, se concentra en el drama familiar, que cuestiona de forma constante nuestra relación con los demás seres vivos, caracterizada por la violencia y la dominación. La transformación de Émil, interpretado por Paul Kircher, y sus relaciones demediadas entre la escuela y el bosque son una reflexión del alejamiento de lo natural que adolecemos como seres urbanos. ¿Quiénes están en realidad enfermos? ¿Es el lenguaje barrera definitiva entre los seres humanos y el resto de los seres vivos?
El final no puede ser más contrastante con respecto a la pálida Zona de interés, pues combina elementos trepidantes del suspenso con la más conmovedora y profunda relación filial. No sé si haya planes de que la película se proyecte en México, o quizás ya lo haya hecho, pero más allá del relumbrón de Hollywood y sus filiales globales, El reino animal es un filme de fuste incapaz de dejar indiferentes a los espectadores.
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