Por Cástulo Aceves

La enorme habitación es un abismo. Las antorchas iluminan apenas a los hombres de túnica oscura y máscara roja, de la que sobresalen tentáculos de pulpo y alas de murciélago. En el suelo está dibujado un pentagrama. En el centro permanece un joven desnudo, de piel oscura completamente tatuada, arrodillado frente a una laptop. Sus tatuajes se asemejan a jeroglíficos egipcios. Los hombres a su alrededor empiezan un canto gutural. Escribe la palabra: “Nyarlathotep”. Presiona “Enter”. Detiene su respiración. El sonido del cántico es ensordecedor. Esa noche el dios sin rostro acabará con los infieles. En ese momento en la pantalla aparece un error tras otro.

—No entiendo —tartamudea—, yo lo vi funcionar.

Uno de los encapuchados se acerca con un cuchillo, lo pone en su garganta, le grita que lo arregle.

—¡Fue el detective! —suplica el muchacho—. Tuvo que haber sido él, estaba funcionando en su computadora.

Las miradas de los hombres del culto se centran en el recién mencionado, que permanece en silencio y con las manos atadas en uno de los rincones. La única esperanza que le queda es hacer tiempo, tanto como pueda.

La primera vez que Deitel vio al chico tatuado fue hace unas semanas. Ese día si vestía ropa. Estaba afuera de su oficina.

—¿Asunto? —Preguntó el detective mediante el intercomunicador.

—Tengo un caso para usted —indicó aquel muchacho—, la búsqueda de una persona.

—Las búsquedas no son mi área —respondió—, me dedico en forma exclusiva a casos de investigación informática.

—Izdajnik está desaparecido — le susurró—, y sabemos que es su amigo.

El detective dudó, efectivamente ese hacker vivía en la misma ciudad.

Según lo que el joven le dijo a Deitel, Izdajnik tenía años diseñando y programando un algoritmo. Algo tan retorcido, complicado e impráctico que parecía la consecuencia de

una sobredosis de cafeína. Era llamado “el algoritmo abisal”, una leyenda urbana cibernética. Supuestamente existía una especie de culto, la “Secta de la Sabiduría de las Estrellas”, que buscaba invocar a un dios que acabaría con todo. Pero este hechizo implicaba la selección de unas palabras, sílaba a sílaba, por parte de un sacerdote. La

oración cambiaba dependiendo de factores tan oscuros como sutiles. Aun siendo el invocador un sabio, era matemáticamente imposible lograr la frase exacta. Habían pasado centurias intentándolo. El algoritmo buscaba generar esa secuencia y todo indicaba que el hacker finalmente había logrado el programa, el que traería el final de los tiempos.

—Creemos que alguien quiso apoderarse del algoritmo —le aseguró—, mis asociados fueron quienes le pagaron el proyecto. Solo queremos evitar que caiga en malas manos.

Deitel aceptó, después de algunas dudas, el caso. Le tomó días encontrar algún rastro de Izdajnik: desencriptar cada salto distractor, cada servidor de rebote, hasta lograr triangular los paquetes de datos para obtener la ubicación exacta de sus últimas conexiones. Al llegar al lugar, un departamento donde suponía que vivía el hacker, se encontró con la puerta rota, alguien se le había adelantado. Pasó toda una noche antes de encontrar una USB sumergible escondida en una pecera, dentro de un adorno con forma de kraken devorando un barco. Entre otros archivos importantes, datos comprometedores e información valiosa para cualquiera dedicado a los oscuros negocios informáticos, estaba el algoritmo abisal.

Cuando Deitel se comunicó con el joven tatuado le indicó que tenía el algoritmo, pero no tenía señales de Izdajnik. El cliente le dijo que necesitaba comprobar por sí mismo que era lo que le habían encargado y que se verían esa misma tarde. Deitel aprovechó para revisar el archivo: miles de líneas confusas, sin indentar, con variables no intuitivas… La obra de un demente. Esa tarde, cuando se reunieron, el muchacho comprobó que el código fuente compilaba a la perfección. Empezaron a escribirse sílabas en la pantalla cuando él lo detuvo y, en ese instante, sacó una pistola. Tras amenazar al detective dejó pasar a una decena de hombres en túnica negra que lo secuestraron. A Deitel no le quedó duda: ellos mismos habían desaparecido a Izdajnik, quien seguramente les había dado un programa falso.

Dos de los hombres levantan a Deitel. El encapuchado del cuchillo se acerca.

—¿Tú lo descompusiste? —Pregunta poniendo arma en su garganta. El detective percibe su aliento a coctel podrido a pesar de la máscara.

—No —asegura—, ese chico es un pendejo.

—¡Repáralo! —Le exige y de inmediato lo arrojan al centro del círculo.

—No esperarán que programe hincado.

Por respuesta recibe una patada.

—¿Me encuero?

Ahora recibe un rodillazo.

Deitel oculta que agregó algunas variables de entorno, el código fuente solo iba a funcionar en su propia computadora, sabía que algo andaba mal. Aunque le hubiera tomado unos segundos “arreglarlo”, se tarda tanto como le es posible antes de que se desesperen a punto de matarlo. Pasan sesenta minutos.

Vuelven los cantos guturales. El joven tatuado reinicia el programa. Después de algunos segundos comienzan a aparecer sílabas en la pantalla. Una a una, las lee con solemnidad. Los miembros del culto están jubilosos, alzan la voz con frenesí. Pasan los minutos, palabras sin sentido llenan la pantalla. El muchacho desnudo sigue inmóvil, pronunciándolas en éxtasis, con las pupilas resecas. Una hora después el joven está agotado, los hombres de túnica están afónicos, sin máscara, sudando copiosamente. Deitel permanece sentado en el suelo, recargado a una pared. No le costó más que agregar un “i++” en el lugar correcto para ciclar el programa, para que las sílabas siguieran apareciendo una tras otra sin terminar nunca, pero sin llegar tampoco al final de la frase apocalíptica.

También, desde el primer momento en que se ejecutó el programa, se mandó un paquete de bites a un servidor en su oficina, triangulando su ubicación y solicitando el apoyo de toda corporación de seguridad en la zona. Les tomó casi dos horas atender su llamado.

Apenas se abren las puertas, en medio de gritos, el detective se hace ovillo en el suelo:

conoce los métodos policíacos. Las ráfagas de balas abaten a cuanto hombre en túnica hay en la habitación. Cuando todo acaba, les indica que él fue quién los llamó, que es detective privado y que es la víctima en este caso. Los policías ríen mientras lo arrestan. Para su fortuna conoce a las personas indicadas, aunque le pesa que tendrá que desembolsar la mitad de lo que cobró para que lo dejen libre. Mientras abandona el lugar observa que ya están plantando las armas correspondientes, también los paquetes de droga. Los llamarán: “Los templarios diabólicos”. El joven tatuado no está entre los muertos, tampoco la USB con el algoritmo apocalíptico.

Una tormenta se desata en la ciudad, una de las peores en décadas. La energía eléctrica se va en los separos donde lo tienen detenido, en medio de esa oscuridad el lugar parece un abismo. Cuando la luz del amanecer se filtra a su celda, el detective Deitel sonríe:

—Lástima, era una noche perfecta para un apocalipsis.

Cástulo Aceves. Guadalajara, 1980. Ha publicado los libros Novecientos noventa y nueve (Paraíso Perdido, 2018), Las instancias del vértigo (CECA Jalisco, 2013), Los nombres del juego (Paraíso Perdido, 2006) y Puro Artificio (Humo, 2004). Primer lugar en el Primer concurso estatal de Poesía y de Cuento Adalberto Navarro Sánchez (Julio 2004). El relato aquí publicado pertenece a su más reciente libro de cuentos: Ella guardó silencio (NitroPress, 2023). Twitter: @CaothicRealm 
Agradecemos a la editorial y al autor por autorizar su publicación.  

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