Se estima que, desde 2021, Donald Trump ha desembolsado más de 100 millones de dólares pagando honorarios de abogados que lo defienden en cuatro casos criminales, donde se le acusa de cometer 91 delitos en cuatro ciudades, más de 90 mil dólares diarios. Además, la Corte le ordenó contratar una fianza por 175 millones de dólares para asegurar que, si pierde su proceso de apelación, pagará 464 millones de dólares al haber perdido un caso de fraude, de orden civil.
Para cubrir esa cifra exorbitante -incluso para un millonario- Trump ha recurrido a esquemas diferentes. Acudió a sus donantes para establecer un fondo de defensa legal; sacó una línea de zapatos tenis dorados que se venden en 400 dólares el par; su compañía (red social) Truth Social hizo una oferta pública en Bolsa, recibiendo una valuación inicial de 7 mil millones de dólares, que subió a 9,400 millones, a pesar de haber tenido sólo 3 millones de dólares en ventas el año pasado y 50 millones de pérdidas; y, en un evento que merece el calificativo de kafkiano, inició la venta en línea de ejemplares de la Biblia que incluyen una copia de la Constitución y de la Declaración de Derechos de ese país, por módicos $59.99 por ejemplar. No es exagerado decir que un político acusado de comprar el silencio de una actriz porno, a la cual le pagó para tener relaciones sexuales durante el embarazo de su esposa, está financiando su defensa legal vendiendo biblias que están siendo adquiridas por seguidores evangélicos que se autodefinen como muy conservadores y religiosos. Lo sorprendente no es que Trump venda biblias, sino que haya quien se las compre.
Este circo debe darnos qué pensar. Por extremo que nos parezca desde este lado de la frontera, hay cierta similitud con la permisividad de quienes apoyan a López Obrador. Uno pensaría que el audio de familiares del Presidente admitiendo la venta de materiales defectuosos que podrían ocasionar el descarrilamiento del Tren Maya, y su subsecuente descarrilamiento, los flagrantes casos de corrupción de sus hijos, los 800 mil muertos por el mal manejo de la pandemia, el desplome en esquemas de vacunación de nuestros niños, o un montón de otras tragedias, le pasarían factura al tabasqueño. No ha sido así. Cada vez queda más claro que al Presidente no se le va a juzgar por lo que ha hecho. Se le excusará por quién es, por el bando con el que se le identifica y, sobre todo, por no ser parte del bando enemigo.
Nos hemos tardado en entender, y muchos siguen sin hacerlo, que hoy en México, EU, y en otros países, la realidad es percibida a través de un tamiz identitario, tribal y de clase social que es todo menos objetivo. Como advierte el internacionalista Fareed Zakaria, la percepción del desempeño de Obama, Trump y Biden en materia económica, por ejemplo, cambió 180 grados para uno y otro bando, estrictamente en función de cuál mandatario pertenece a qué tribu, dejando totalmente de lado consideraciones fácticas.
Las implicaciones de esto para la contienda presidencial que se avecina en México son enormes. La oposición insiste en tratar de convencer al electorado que apoya a Morena para que cambie de bando a partir de datos duros. Inocentemente, creen que llegará un momento de epifanía en el cual verán la realidad que ellos llevan rato viendo. Eso no va a pasar. Están perdiendo tiempo valioso y recursos escasos. La única posibilidad de convencerlos pasa por permitirles simpatizar con el Presidente, pero mostrándoles que quizá sea más probable que Xóchitl Gálvez dé continuidad a políticas públicas que les agradan -los programas sociales, por ejemplo- pero quizá introduciendo cambios importantes en las que rechazan, como la evidente indulgencia -y posible alianza- con organizaciones criminales que hoy les hace sentir inseguros.
La brecha entre ambas candidatas presidenciales no se cerrará a la velocidad necesaria, pues estamos a 66 días de la elección presidencial, si la oposición no logra evidenciar que Sheinbaum no es López Obrador y si no acaba de entender que -afortunadamente- no es él quien está en la boleta. Se están tardando.