Las piezas del despotismo están prácticamente atornilladas. Un poder presidencial sin estorbos, el ejército como gran aliado del gobierno, organismos autónomos eliminados o inhabilitados, árbitros electorales inertes. Violaciones cotidianas y ostentosas a la ley electoral que quedan sin castigo. Si el oficialismo gana en junio, la muerte de la Suprema Corte como tribunal constitucional está cantada. No hablo de la aprobación de las reformas propuestas por el presidente y respaldadas con entusiasmo por su candidata, hablo de lo que, sin necesidad de cambios ulteriores, constituye ya un cambio de régimen. De un sistema que, con todos sus defectos, era una democracia pluralista a una nueva hegemonía autoritaria.
El último aliento de la legislatura ha tenido como propósito el sellar jurídicamente el legado del despotismo. Darle al presidente facultades monárquicas para ignorar todo el proceso judicial y obsequiarle el perdón a quien dicte su benevolencia. Nulificar al amparo, volviéndolo incapaz de detener acciones del poder público que pudieran causar daños irreparables.
El despotismo es la herencia política de López Obrador. Claudia Sheinbaum se imagina beneficiaria de esa maquinaria que ya está, en buena medida funcionando. Se piensa al mando de una poderosísima presidencia que reina arbitrariamente sobre instituciones en ruinas. A decir verdad, si ella gana la elección de junio, estará recibiendo un regalo envenenado.
Durante estos años se ha reconstruido el presidencialismo, revirtiendo el largo proceso de la transición. Si toda la historia de los últimos treinta años fue la limitación de ese poder a través de múltiples mecanismos de control parlamentario, judicial y técnico, ahora se levanta un poder que, bajo el argumento de la legitimidad, manda sin restricciones.
Pero esa ha sido solamente una de las vías de la autocratización de estos años. La otra ha sido la personalización del poder. Es cierto que, por distintas vías, se han eliminado las instituciones del equilibrio para levantar la torre presidencial. Pero la construcción de esa nueva hegemonía no tiene traza institucional sino caudillista. No es propiamente el Ejecutivo, como institución, el núcleo de ese régimen en formación. No es extraño que así sea: una política que repudia tan intensamente las instituciones no podía desembocar en el fortalecimiento de una institución. El lopezobradorismo es anticardenismo. Lázaro Cárdenas terminó de formar el presidencialismo autoritario que imperó durante décadas en el país. A partir de su gobierno, el Ejecutivo sería el gran impulsor del desarrollo, el árbitro supremo de la política, el núcleo de las alianzas que integraban su partido. Pero lo más importante es que era una institución la que controlaba todas esas cuerdas. Cárdenas construyó ese presidencialismo para que trascendiera a Cárdenas. El inmenso poder que los presidentes tuvieron durante todo el régimen postrevolucionario no era poder personal, sino institucional.
Ese es el segundo cambio histórico de estos años. El primero es la devastación de los contrapesos, el segundo es la personalización de la política. Si el poder se ha concentrado no ha sido para condensarse en un poder del Estado mexicano, sino para venerar a un personaje con delirios de grandeza.
Las lealtades que cultiva López Obrador nada tienen que ver con la institucionalidad formal. La estructura de poder que ha levantado tiene sustento carismático. El culto a la personalidad que hemos visto estos años no tiene precedente y no terminará en octubre. Se trata de una estructura de devociones personales donde no cabe el más mínimo disenso. Que Morena siga sin ser un partido político, que actúe como un movimiento cuyo único lazo de unión es la fidelidad a su fundador es aviso de que la transferencia de poder no podrá ser completa. Eso podríamos ver en el futuro de imponerse el oficialismo: una presidencia con campo constitucional libre que se mueve políticamente en un campo minado. El régimen que se forma tiene esa contrahechura elemental: la reinstalación del presidencialismo autoritario y el retorno del caudillismo. No parece un acomodo estable.