Por Laura Margarita Medina

Eugenio era el hijo mayor de don Cándido. Hombre de avanzada edad, quien en una pequeña ciudad de Guanajuato generó buenas ganancias como comerciante. Estudió solo la primaria, pues su padre le exigía que lo ayudara diariamente en el negocio que tenían en un mercado.

A la muerte de don Cándido, recibió sin dificultad la mayor parte de la herencia, pues sus hermanos lo respetaban mucho. Se dedicó a cuidar su patrimonio y a hacerlo crecer. Cuando vio que todos comenzaron a contraer matrimonio, se sintió solo y viejo. Ya tenía treinta años y nunca había tenido novia. Su corta estatura, labios gruesos y nariz chata, no le daban atractivo. Por el contrario, un agresivo acné terminó por desfigurar totalmente su rostro, el cual parecía una máscara. 

Los años pasaron y al verse sin compañía, se refugió en el alcohol, hasta el grado de que ya no abría el negocio. La gente que lo conocía rumoraba que lo veían tirado por las calles aledañas al mercado. Su dinero fue disminuyendo y su local quedándose vacío. Deambulaba de día y noche por la ciudad, con la ropa sucia y un aspecto de malviviente.

En una ocasión, una mujer desconocida apareció de entre la oscuridad para pedirle un cigarrillo. Eugenio metió la mano al bolsillo de su pantalón, al mismo tiempo que agachaba la cabeza, al levantar la mirada, la mujer ya no estaba, había desaparecido. Dentro de su confusión por el estado etílico en que se encontraba, no alcanzó a comprender lo sucedido.

Los días siguientes, fueron para él de gran martirio, pues vio sombras que lo seguían por las calles vacías, por donde transitaba. Sabía que a esas horas no había nadie y le atormentaba la idea de estarse volviendo loco. Eso lo llevaba a sentir más ansiedad y desesperación.

Las fiestas decembrinas, fueron un aliciente para él, sus hermanos se presentaron para invitarlo a pasar Navidad juntos.

—Hermano, queremos volver a reunirnos como cuando vivía mi mamá y mi papá. Prométenos que por algunos días no estarás bebiendo -dijo Esteban, quien en compañía de los otros tres hermanos fueron hasta la casa de Eugenio. 

—No te preocupes, haré lo posible para no fallarles. Ya ando bien -contestó.

Sus hermanos sabían que les estaba mintiendo. Los ojos vidriosos del hombre, lo delataban y el intenso mal olor que transpiraba.

—Gracias por venir, de veras que los quiero mucho. Nos vemos pronto -dijo, mientras les daba un abrazo.

Al quedarse solo nuevamente, no pudo contener el llanto, por primera vez, se hincó frente a la imagen de la virgen de Guadalupe que su madre había colocado atrás de la puerta, años antes. No sabía rezar, pero balbuceó algunas palabras, se persignó y se fue a su habitación. Pensó en no tomar. Quería hacer lo posible por recuperar a su familia.

No salió ese día, ni en toda esa semana, solo a comprar lo necesario a la tienda de la esquina. Bebía solo café y fumaba de más. La ansiedad por ingerir alcohol fue disminuyendo al paso de los días. La taquicardia no era tan frecuente y ya empezaba a conciliar el sueño.

Llegó la Nochebuena, se vistió con su mejor ropa para asistir a la reunión Navideña. Con algunos regalos en las manos tomó un taxi y se dirigió al domicilio de la cita. Sus hermanos al verlo sobrio lo abrazaron con gran alegría. La velada fue maravillosa para todos, aunque les preocupaba que viera las botellas de vino.

Eran las tres de la madrugada cuando Eugenio regresaba a su vivienda. Estaba eufórico. Puso algo de música que evocara los recuerdos al lado de sus padres. Sacó su cajetilla de cigarros y se sentó a un lado de su cama. La nostalgia lo comenzó a invadir. Le incomodó sentirse solo. Tomó la chamarra del armario y se dirigió a la calle, hasta detenerse en el primer bar que encontró abierto. Bebió tan de prisa que dos horas después empezó a perder la conciencia y se quedó dormido en una de las mesas, por lo que un mesero tocó su hombro para despertarlo.

—Señor, señor… despierte. No puede quedarse aquí, ya vamos a cerrar.

—Espera hermano, dame otra y ya -contestó Eugenio con voz aguardientosa.

—Le voy a dar otra en un vaso y se la lleva. 

Cuando el mesero llegó, se tomó la bebida de un sorbo y con pasos torpes se dirigió a la salida del lugar, mientras tropezaba con todo lo que encontraba a su paso. No supo ni como es que llegó a su casa. Aun no amanecía, cuando sintió un gran dolor estomacal. Se levantó con dificultad para dirigirse al baño. La luz de la recámara permanecía apagada. Solo la tenue luz de la luna iluminaba el recinto. Se fue deteniendo por las paredes en busca del apagador y no lo encontró, así que buscó en sus bolsillos su encendedor. Al prenderlo quedó petrificado. Su corazón comenzó a latir tan de prisa que sintió que se le saldría del pecho. Frente a él, estaba un hombre con un rostro similar al suyo, pero sus ojos eran los de un demonio. Después escuchó decirle:

—¡Vámonos! 

—¿Quién eres? -preguntó con voz entrecortada.

—Tu alma -contestó

—¡Déjame en paz! ¡Vete!

Al escuchar una risa burlona y perversa Eugenio no pudo más y se lanzó desde el segundo piso de su vivienda. Los vecinos llamaron a la ambulancia y lo llevaron al hospital.

Su recuperación tardó meses. Cuando los locatarios lo vieron regresar caminando con sus muletas, se sorprendieron. Pensaban que había muerto. Eugenio ya no era el mismo. La gente comentaba que el golpe que se llevó, pudo ser en la cabeza y lo había hecho perder la razón, ya que él aseguraba que el mismísimo demonio había sido la causa de su accidente.

Un año después traspasó el negoció y puso uno nuevo. En poco tiempo volvió a tener fortuna, y no solo eso, encontró a una hermosa mujer rubia, que se convirtió en su esposa. Nadie supo donde la conoció, ni la manera en que volvió a tener tanto dinero. Lo que si se supo es que jamás volvió a beber una gota de alcohol.

Laura Margarita Medina, escritora de cuento y poesía. Nació en Celaya, Guanajuato. Su obra aparece en varias antologías de México y Europa. Miembro activo del taller Diezmo de Palabras de Celaya, Guanajuato. Género favorito: drama, suspenso y terror.

Envíenos su texto a: latrincadelcuento@gmail.com

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