Por Paul R. Vizcaíno
…el reloj marca ya las tres de la mañana con cinco minutos, gracias a todos ustedes por seguirnos en este su programa Para Los Sonámbulos, en su estación favorita XEZH. En esta ocasión les traigo una canción muy antigua que marca la época dorada del tango…
La noche era fría y desierta. Había caído una repentina llovizna, limpiando cada una de las calles, formando charcos que reflejaban la luz blanca de las luminarias. Raúl manejaba el taxi, un Tsuru de los años noventa que aún daba batalla, lo único que demostraba su agobiante kilometraje era la dificultad para meter la reversa; tenía que pisar el embrague hasta el fondo y sacarlo despacio al tiempo que empujaba la palanca con algo de fuerza hasta que entraba en su lugar, produciendo un ruido estruendoso de los engranes al rosar entre sí, un ruido que hacía sentir pena al propio Raúl. Poco podía hacer para reparar la falla mecánica, él solamente era el ruletero, la persona que manejaba el taxi, el que entregaba el dinero al final de la jornada recibiendo solo un porcentaje de la cuenta total.
Ser taxista era un oficio bondadoso, no dejaba grandes ganancias ni tampoco permitía crear ahorros en el banco, pero le daba lo suficiente para poner comida sobre la mesa, además no era un trabajo desgastante, excepto por las horas que pasaba sentado, algo que, sin duda, tarde que temprano, sus riñones se lo cobrarían. De ahí en más era un trabajo decente.
Circulaba cerca de la antigua estación del ferrocarril. Había optado por manejar sin rumbo, lo hacía a menudo cuando la noche estaba demasiado calmada, una especie de ritual que la mayoría de las veces daba buenos resultados, consiguiendo pasajes a lugares alejados por los cuales cobraba una buena cuota, después de medianoche las salidas duplicaban su precio.
A lo lejos pareció escucharse un repique de campanas como si llamaran a misa, un sonido que lo hizo sobresaltarse y ponerse alerta sin saber por qué. Sonrió un poco, era de locos pensar que algún templo llamara a misa pasadas las tres de la mañana. Meneó la cabeza negativamente, burlándose de sí mismo y de su mente por fabricar sonidos que no existían. Se reacomodó en su asiento y fijó sus cinco sentidos en conducir el vehículo.
Avanzaba por la calle San Antonio, pasó el pequeño parque del que muchos contaban había sido un cementerio en el siglo XVII, ahora estaba adornado con juegos para niños y aparatos de ejercicio para adultos. Aquellos juegos parcialmente iluminados le produjeron escalofríos, el simple hecho de pensar que quizás uno que otro cadáver hubiera sido olvidado ahí, le hizo sentir miedo.
Fue tanta su fijación hacía ese lugar que casi pasó desapercibida la silueta inmóvil postrada debajo del único poste que no iluminaba la banqueta, llenando la esquina de una oscuridad parcial. Apenas pudo distinguir ese brazo delgado que sobresalía de la oscuridad haciéndole la parada.
Se pasó por unos cuantos metros, tuvo que frenar de golpe haciendo rechinar las llantas, para después producir ese sonido horrendo al tratar de meter la reversa. Retrocedió y pudo distinguir por fin a aquella persona.
Era una mujer bajita, con un reboso color negro sobre una cabellera canosa que se le desaparecía por detrás de los hombros. Por un momento pensó que aquella imagen era un simple maniquí inmóvil, inerte. Aguardó hasta que la mujer diera señales de vida, y así lo hizo, bajó el brazo que le había hecho la parada, cubriéndolo con el reboso y se dispuso a avanzar. Al llegar a la orilla de la banqueta titubeó, parecía que en cualquier momento perdería el equilibrio y caería al suelo, produciendo daños irreparables en su viejo organismo, accidentes de los que suelen sufrir a menudo las personas de edad avanzada.
Como si se tratara de su propia madre, Raúl salió con demasiada rapidez rodeando la unidad hasta quedar a un lado de la mujer. Quedó tan cerca de ella que pudo ver las arrugas profundas de su rostro, cicatrices de la vida, como grietas en los árboles viejos, pero lo que más llamó la atención del taxista fue el olor a viejo que desprenden las células muertas. Le recordó mucho a su abuela, ya no recordaba su rostro, pero si ese olor. Calculó que aquella mujer debería de tener más de ochenta años.
Le ofreció caballerosamente su brazo, como lo hiciera cualquier catrín de los años cincuenta, logrando dibujar una sonrisa en el rostro de aquella anciana, demostrando más arrugas sobre la piel acartonada. Con mucho cuidado la ayudó a bajar la banqueta y le abrió la puerta para que pudiera entrar.
Muchas gracias, hijito – aquella voz era tierna y cariñosa, como la voz de la abuela.
Regresó a su lugar detrás del volante. Comprobó que dentro de la unidad el frio era mucho más intenso que afuera, algo muy inusual. Reacomodándose en su asiento quiso preguntarle a la mujer longeva lo que hacía en esa esquina a tan altas horas de la noche, pero como taxista experimentado sabía que había muchas cosas que era mejor no saber, así que simplemente realizó la pregunta de rutina.
¿A dónde la llevo señora?
Por el retrovisor pudo ver como la viejita se reacomodaba el reboso para después sonreírle tiernamente. Aquella mirada la sintió tan profunda, era una mirada muy familiar que despertó en él un sinfín de emociones nostálgicas que no tenían explicación.
Llévame al templo de San Agustín, hijito, por favor.
Una vez más quiso hacer preguntas, pero guardó silencio y metió el embrague, comenzando a avanzar despacio.
…espero les haya gustado esta hermosa melodía a cargo del artista más famoso de Argentina, Carlos Gardel, el mudo, ahora déjenme platicarles que…
Apagó la radio.
Siguieron por la calle San Antonio hasta llegar a la calle Albino García. Hubiese sido más fácil poder seguir en línea recta hasta llegar a la avenida principal llamada Zaragoza, pero a alguien se le había ocurrido cambiar el sentido de las calles justo en esa intersección, así que tuvo que descender por la calle Albino García y hacer una especie de L hasta llegar a la avenida principal.
Mientras manejaba volteaba de vez en cuando a mirar por el retrovisor a la mujer que venía sentada atrás. Se le cruzó por la mente una de esas historias de terror que tanto solía escuchar en la estación de radio llamada La Mano Peluda, presintiendo que en cuanto volviera a mirar por el espejo central, la mujer simplemente desaparecería, o cambiaría su apariencia para mostrar ante sus ojos a un ser descarnado que vagaba por las calles con el único fin de hacer sufrir a los demás. Pero nada pasaba, cada que miraba podía observar a una mujer grande de edad que miraba por la ventaba; callada, con la mirada cansada y sin producir más ruido que su respiración forzada.
Que una mujer de esas características estuviera esperando un taxi en la mitad de la noche era algo poco común si no es que sumamente raro. En sus doce años como taxista nunca le había sucedido algo así, lo más extraño que le había pasado fue llevar a una pareja hasta un centro comercial y ser acusado como cómplice de robo hasta que las cámaras de seguridad de la tienda y de una gasolinera demostraron lo contrario. Pero que una anciana estuviera sola a las tres de la mañana sin duda carcomía su curiosidad.
Buscó las palabras para no sonar entrometido en la vida de extraños, él no era así, pero algo dentro de su ser le pedía respuestas.
¿Ya va de regreso a su casa, señora? – fue lo mejor que se le ocurrió para iniciar la plática, necesitaba comenzar suavemente hasta llegar a la respuesta correcta; saber qué hacía ahí a esas horas.
No, hijito, vengo de mi morada. [Continuará]